Yo era una persona normal, pero luego, como todo el mundo, senté la cabeza. Llevo así años y años. Sensato, responsable, doméstico y preocupado. Tengo tareas que hacer, gente que cuidar. Tengo responsabilidades, tío, y no solo de cosas sino de seres vivos, de personas. Y así el tiempo se divide en antes y después y cada uno de ellos se fragmenta en facturas, fechas y compromisos. El espacio se divide en casa, internet y la realidad. La humanidad en familia, amigos, conocidos y caras que me suenan. El futuro en cosas que debo hacer y cosas que nunca haré.
No soy ciego, pero muchas me pasan sin verlas y otras, aunque las vea acercarse, tal y como vienen dejo que se vayan. Algunas por pragmático y otras por vago.
No soy cojo y en bastantes ocasiones consigo que mis pasos resuenen con fuerza pero en realidad renqueo muchas mas veces de las que se nota, y me habréis visto y me veréis caminando en círculos y tropezando.
Tampoco soy tonto del todo pero me las cuelan. Unos pocos, mas de una vez.
Hablo mucho con mucha gente y me esfuerzo en no decir nada, y cuando en ocasiones digo cosas interesantes suelen ser mentira o lo parecen o son copiadas de otros.
Soy desagradable, arisco y borde y disfruto ridiculizando a gente en reuniones sociales, pero no lo hago porque me han educado bien y aprecio mi físico tal y como está. Mi contención tiene el mérito de que soy consciente de que la educación es la debilidad que nos impide la eliminación del porcentaje de individuos tóxicos que pueblan la realidad. Como llevo la nariz levemente escorada un asalto de boxeo tendría el cincuenta por ciento de posibilidades de enderezarme. Es decir, no hago nada por mejorar el mundo; ni elimino tóxicos ni me arriesgo, aún pudiendo resultar en una renovación de mi imagen.
No me sale ser atento y no soy amigo de demostrar afectos con atenciones. Eso, que es una virtud en una mujer, en un hombre es infalible indicador de que te encuentras ante un manipulador, y estos siempre intentan pastorear un rebaño. No me gustan los rebaños, aparte la evidencia de que todos se vuelven piaras. Tampoco me agrada ser el receptor de atenciones o piropos, excepto esos días tontos que todos tenemos y que con la edad se me van acumulando.
Soy de nacimiento un poco asperger pero con el adecuado entrenamiento he empezado a ver los afectos y a simularlos tan convincentemente como un psicópata exitoso. Me estaba perdiendo aproximadamente la mitad de la realidad —virtual—; todo eso que llamamos relaciones humanas. Verlo no sirve de mucho. Pero es que tampoco hay mucho más que ver.
Odio el orden, porque es el reconocimiento implícito de numerosas debilidades. Es la memoria del desmemoriado e implica la incapacidad de asumir la verdad de la entropía. Es una negativa cerril a aceptar lo evidente. Aún así me gusta encontrar lo que busco y que nadie mueva mis cosas de sitio.
Odio la perfección porque es imposible y detrás de cada uno de sus intentos se esconde un neurótico trabajador incansable. Que es la peor de sus subespecies. Y la perfección, todos sabemos, acerca a dios y el único que hoy se manifiesta es alá; idea de la cual cualquier persona sensata debe huir.
Creo firmemente que en el metro la gente es mas fea que en la calle y sigo investigando qué es lo que lo produce, si la luz, la profundidad o mi estado de ánimo cuando desciendo a esos infiernos modernos. Eso pasa en todos los metros de todas las ciudades aunque no he podido confirmarlo aún en una mina. Manifiesto mi pasmo al respecto de la falta —absoluta— de bibliografía sobre el particular.
Creo firmemente que en cada uno de nosotros existe el poder de cambiar radicalmente el mundo, de sanar heridas, de provocar perdones, de convertir el agua en vino, la noche en día, en maná la arena, en interesante al tonto, en deseable a la fea, en imprescindible a un político y en amante esposo a un psicópata mentiroso. Y ese poder es el autoengaño. Hay quienes bebemos de esa pócima según las necesidades, como Asterix, y hay quienes cayeron en la marmita de pequeños.
Creo que fijarse en la inexorable tendencia a la baja de la gráfica de esperanzas y sueños justifica un sólido pesimismo y hacerlo en la leve e irregular tendencia al alza de los logros materiales un optimismo moderado y con reservas.
Creo que el mundo se divide en ignorantes y estúpidos; los primeros sólo saben que no saben nada y los segundos ni eso. Peleo por ser de los primeros, pero sé que voy perdiendo, como mucho empatado.
Creo que existen los malos, muchos, y también el mal, mucho. Creo que los buenos somos más pero lentos y distraídos y que aunque al final terminaremos ganando no será porque exista la justicia o un interés en buscarla sino por simple aburrimiento estadístico. Creo también, por la misma razón, que los buenos que ganarán no son los míos.
Sostengo que los amigos siempre se dividen entre los que prefieren la película y los que prefieren el libro, y que aunque a veces se mezclen, nunca cambian de grupo. Y que si le coges cariño a alguien antes de conocerlo de verdad acabarás disculpando barbaridades. Consecuentemente procuro no encariñarme con gente recién conocida. Esto tiene excepciones y me callo muchas opiniones sobre gente que quiero. Mentira por omisión.
Me conozco y sé que siempre empiezo a desear por la vista pero por mucho que tiren dos carretas una falta de ortografía es una carga demasiado pesada, imposible de arrastrar. Lo siento, nena, pero ir detrás tuya aunque sea para echar el polvo de mi vida, me la ablanda. No obstante, por el aspecto, tamaño, forma, función y rendimiento nunca ha habido quejas, aunque no descarto que el autoengaño esté convirtiéndome en pornostar.
Afirmo también que los celos y otras mezquindades sexuales se hallan lejos, muy lejos de mi naturaleza. Sostengo firmemente que una señora de mediana edad y buen ver es siempre un carro cargado de nitroglicerina en un western, con calor y camino de montaña. Que despierta mi alma de artificiero, que gozo del riesgo, que me vigoriza ese peligro y sé mantener la calma.
Estoy convencido de que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer y de que en el culo de cada galgo hay una garrapata que corre a su misma velocidad endiablada. Y de que ambas verdades son autoevidentes y si no las veis ahora acabaréis viéndolas.
Creo firmemente que quien lee novela después de los cuarenta no tiene remedio. Esta correlación perfectamente verificable permite escasas excepciones. La relectura de algunos clásicos, la digestión de una o dos novedades al año para mantenerse al día de la deriva de la prosa, las convalecencias prolongadas en sanatorios antituberculosos y los internamientos en psiquiátricos con bibliotecas mal dotadas. Las dos últimas excepciones en la mayoría de los casos confirman que no hay remedio, pero para ser justos, no en todos.
Es verdad eterna e inmutable que aquel artista que empieza lo que sea con la certeza en el ánimo de que no busca ni conseguirá una obra maestra estaría mejor sentado y meditando. Es preferible que se desactive como creador una temporada eterna. Se está quedando voluntariamente detrás del límite de sus posibilidades, motivo suficiente para no superarlo.
Estoy convencido de que la inteligencia es tan ajena al ser humano que, enfrentados a un problema, de todas las facultades que tenemos es la última que usamos. Su única explicación evolutiva es la necesidad de preservar a la especie de su inmediata extinción ocasionada por nuestra esencial estupidez. Un fusible. Esto es tan cierto que incluso las reglas del uso de la inteligencia se hallan dominadas por la estupidez.
Acepto mi ignorancia científica y por ello como verdad revelada que el universo se expande en todas direcciones constantemente (24/7) y a la velocidad de la luz. Y por ello la molesta consecuencia de que si tenemos intención de ir a algún sitio es mejor ponerse en marcha ya. Cada segundo que pierdes en la vida tus metas se alejan y en poco tiempo dejarás de verlas.
Finalmente estoy irrefutablemente convencido de que toda certeza se funda en un error.
y Amen. Podéis ir en paz.
Interesante, audaz y divertida exposición.
Algunas de las revelaciones las podría hacer mías, con su permiso, claro.
Maria
Aparte de una gran presentación también es una enorme auto critica, no todos somos capaces de ser tan honestos como se deduce tras la lectura, eso sí, en diagonal. El tiempo apremia, me resta darle las gracias por su autenticidad ‘aparente’