El otro día, uséase el sábado próximo pretérito, estuve viendo a Malevaje en concierto. Algo así como un regreso al pasado desde un futuro alopécico que es hoy mismo. El tiempo, me han explicado, pasa normal o inexorablemente. En las películas francesas y las reuniones familiares pasa normal. En las que hay una bomba a punto de explotar y en los revivals inexorablemente. Sólo los había visto una vez antes, en los 80, sobre el 84, sobre poco más o menos, en algún garito cutre de Madrid cuyo nombre he olvidado. Hay segmentos de tiempo en los que bien por vacíos, bien por colmados de emociones las cosas se confunden. Bartrina, un pié en lo normal, otro en lo inexorable, mantiene el pelo, si bien ralo, ha perdido la figura de matador sin llegar a la de apoderado y la voz se le ha vuelto profunda y rasposa. Usándola como un estropajo viejo y sabio saca brillo a las letras de siempre y alguna nueva. El público tenía una media de edad elevada, como era de esperar, se sabía las letras y reía en los momentos adecuados, algo inesperado. La movida de los 80, si divertida, era una feria de pueblo, con caballitos, norias, música alegre y muchas bombillas de colores. Toda diversión es pasajera salvo que diga algo interesante y así que todos aquellos colores brillantes se han desvaído. Sin embargo esa mezcla de garufa y pichi es la Internacional de la Chulería y apoyada en esas letras maravillosas se vuelve intemporal. Malevaje es el churrero, el puesto de las rosquillas que seguirá en todas las ferias cuando los vendedores de algodón de azúcar rosa sean sólo un recuerdo. Cuando se largaron, a cenar, dijo, quedamos unos pocos, nos pusieron tangos y bailamos, etílicos y estremecidos. Para que luego digan que los perros viejos no aprenden trucos nuevos. Ja.