Al final, todo lo que puede ocurrir, acaba ocurriendo. Dales tiempo, me decía un amigo, y verás. Así a todos nos llega el día, el instante de flaqueza y andando yo necesitado de ese calzado especial y llegado el tiempo de las segundas rebajas me fui a comprar unas zapatillas de deporte. Contra ellas no tenía nada, dios me libre, pero sí ciertos reparos contra su abuso. Todos las visten siempre, como si de pronto nos diera por ir a todas partes con casco de moto. Elegir zapatillas, he descubierto, es una tarea ardua por exceso de estimulación de los sentidos. Están expuestas en un largo, larguísimo pasillo de colores lisérgicos y, en consecuencia, la impresión resulta abrumadora. Uno tiene la sensación de que el tiempo se ha detenido en una pajarería especializada en ejemplares exóticos. No se mueven, no cantan, pero ahí están loros, tucanes, papagayos, cacatúas y agapornis, pájaros paralíticos de colores excesivos, de esos que a uno no le vienen a la cabeza cuando piensa en la naturaleza. El pasillo incluso huele parecido, un indefinido entre guano y caucho. La iluminación de fluorescentes contribuye a agudizar la sensación de irrealidad, de nave espacial o universo alternativo. Huyendo despavorido de los ejemplares naranja salvamento acuático, de los verdes subrayo apuntes de selectividad y de los grises perla reflectante en la oscuridad me vi abocado al negro. Sé que elegir por defecto no es un modo adecuado de actuar, pero no encontré otro. Yo, que soy ese que tiene opinión sobre cualquier cosa, confieso mi fracaso.
Ahora soy el orgulloso propietario de unas zapatillas negras con unos adornos en gris perfectamente apropiadas para salir, ojeroso, y hambriento, de prisión preventiva un jueves a mediodía. Esas aplicaciones que llevan todos los modelos, grisáceas en mis ejemplares, además de evidentemente innecesarias, me recuerdan, cada vez que me miro los pies, a las paradas de autobús. Sólo en esos no-lugares y en los baños de los after se pueden encontrar grafismos parecidos que los entendidos, todos menores de 18, llaman tags. Por no preguntar, por comprarlas con sensación de vergüenza, clandestinamente y en metálico, creo que siendo pronador, voy supinando. O quizá no, quizá es que ahora tengo flow y swag y morty is in da jaus, ya no sé. Con ellas puestas caminar derecho me exige demasiada atención y no pienso con claridad. Creo que es lo que le pasa a todo el mundo en la calle, se las ponen y les cuesta pensar. Soy el típico individuo que chapotea en prejuicios, defecto que, si no ha sido causado, sí se ha visto agudizado porque, desde pequeño, tengo cara de sospechoso. Es mi cruz y cada puesto aduanero una estación de mi vía crucis. Ahora que camino con ellas sé que el negro es muy de sospechosos, de traficantes pasando desapercibidos, de sicarios albaneses y mafiosos rusos. Me miro con ellas puestas y me detendría por algo. Por eso me he buscado una gorrilla de John Deere y camino cabizbajo arrastrando los pies, por ver si saco más pinta de Bruce Dern en Nebraska, entrañable e inofensivo. Debería, pienso ahora, de haberme decidido, como la gente decente, por unas cacatúas reflectantes que me permitieran caminar orgulloso, a paso flexible, con la cabeza bien alta.
Hace siglos que no compro unas zapatillas. Las únicas que tengo las encontré en el párking del aeropuerto, junto al coche, después de dejar a los viajeros en su puerta de embarque. Sin estrenar, blancas inmaculadas, como pájaros antiguos fugados del larguísimo pasillo fluorescente en busca de su remoto lugar de origen, alguna isla ya desaparecida hace siglos o aún no descubierta. Nunca me las pongo, pero me siento orgulloso de ellas.
Bienvenido.
Las cosas encontradas tienen un algo especial. Me gustan las cosas encontradas y las adopto con el cariño que otros ponen en los gatos y perros abandonados. Siempre voy mirando a las aceras y es sorprendente la cantidad de pendientes que pierden las mujeres, por ejemplo, igual que es maravilloso mirar entre las rocas en la playa y descubrir cosas absurdamente fuera de lugar. Tampoco las uso. Las cosas encontradas son para tenerlas y guardarlas, por si un día, casualmente, conoces al dueño. Esos encuentros deberían ocurrir.