No te quejes. ¿Por qué te quejas? ¿No ves que te hace parecer un gilipollas? Quejarse tiene buena fama, más que lamentarse, siendo la misma miseria. Cierto que somos, como me gusta recordar, porque aclara cosas, muy neoténicos los humanos, mucho. Pero de ahí a infantilizarte aún hay algo más que un par de pasitos temblorosos de bebé o de borracho, los que separan la cuna de la barra del bar. Quejarse es como llorar en público, cosas que hacen los niños, porque les funcionan con papá y mamá, y que dejan de hacer cuando están con otros niños, porque, seamos sinceros, a los demás les importa una mierda. Los adultos, si lloran, lo hacen en su casa, en el coche, en el wáter de una discoteca o de un tanatorio. Y por razones de un cierto peso. Quejarse, y lo sabes, no es más que continuar llorando por otros medios y además no sirve de nada. Seguro que recuerdas que ni quejándote ni llorando volvió aquella novia, se arregló lo de Hacienda ni resucitó el gatito. Te lo habrá dicho alguna exnovia, algún buen amigo o algún camarero de madrugada. Hazles caso. Quejarse tiene su cierta fama, su cosa de striptís sentimental, su aquel de que me hagan caso aunque sea para mandarme callar, pero, seamos sinceros, es un coñazo. Al final dejan de hacerte caso porque la humanidad no es mamá y papá, aunque todos portemos un gen que nos hace sensibles a las sensiblerías. Quizá papá era un inseguro, y como todo macho inseguro buscó una pareja demasiado guapa, y mamá, como toda mujer hermosa que se sabe hermosa, se permitía flojear de entendimiento, no fuese a ser que papá se sintiera demasiado inseguro. Quizá. Pero hay que superar esas cosas de la infancia, dejar de quejarte y empezar a actuar como si ya tuvieses una edad. Crecer es dejar de actuar en la calle como si estuvieras en casa, con mamá, la abuela y la tía soltera.
No caigas en la protesta, no hagas como papá, que tapaba su inseguridad protestando airadamente, cubriéndola con esa agresividad impostada, esa ordinariez macarra que lo sostenía en la calle y le llegó para encontrar a mamá. Por favor, no protestes, porque aún es peor. Protestar deja al aire no sólo la flojera de la queja sino, además, la pobreza del aparato inventado para taparla. No te metas con los camareros, no abuses tampoco de esos tipos de mono azul que pululan por la periferia de ojo de la gente normal y que tú tienes siempre en foco. Es una tentación, pero no caigas en ella, resístete al subidón que te produce el abuso.
No te dejes llevar tampoco por el prestigio de la reclamación. No seas sabidillo ni leguleyo. Arregla tus problemas sin acudir a eso tan manido de pedir justicia. Sabes, sabemos todos, que cada vez que alguien pide justicia sólo se está quejando, que está pidiendo que le den lo que no le corresponde, lo que no es suyo.
Recuerda, cuando te advenga ese malestar infantil, que quejarse es de mariquitas, protestar de macarras y reclamar de sabidillos ventajistas.
PUES SI, que sí…