Un signo de la decadencia de Occidente ha sido el refinamiento y la posterior desaparición de los Petacos. Aquellas máquinas electromecánicas se fueron convirtiendo en electrónicas y perdieron todo su encanto. Es la diferencia entre conducir un kart o entretenerte con el videojuego de un kart. No hay color. Los ruidos eran reales y no grabados, se encendían bombillas y uno podía sentir los muelles y palancas y relés bajo el tablero moverse convulsos como la maquinaria de un reloj. De un reloj loco. Poco a poco se fueron convirtiendo en enormes mandos de un videojuego anodino con sonidos de nave espacial en los que la puntuación parecía un reloj Casio.
Alrededor de aquellos chismes pasábamos las horas con unos cubatas que, evidentemente, amenazaban nuestro desarrollo, mermaron nuestras capacidades y nos convirtieron en la generación que pudo ser pero no fue la más preparada de la historia. Como tenían ceniceros en las esquinas hasta fumábamos y ya se ve el desperdicio en que aquellas promesas de juventud se han convertido. Alternábamos con las chicas pavoneándonos nosotros y exhibiéndose ellas y a veces hasta las invitábamos. Aquellas máquinas eran uno de los centros de la elipse de perdición en la que nos sumergíamos en cuánto podíamos. El otro era la máquina tocadiscos.
Costaba un duro la partida, te daba tres bolas y a los 10.000 puntos bola extra. Yo asistí personalmente a un evento cósmico que ríete tú de Zapatero y Obama. Luís García, un tipo flaco y alto, bueno para casi nada según los boletines de notas, con el pelo hasta los hombros, botas camperas y fumador de winston, sacó 12 bolas extra y le dio dos veces la vuelta al marcador.
Releo esta frase y me doy cuenta de que no se capta la importancia del hecho, su evidente trascendencia. Eso suele pasar. Veo ahora la llegada del hombre a la Luna, en blanco y negro, y me parece un logro cutre al que le falta la música de Benny Hill. En mi cabeza se compara a la llegada del tren a la estación, ese primer fragmento de cine de los Lumiére. A todas las estaciones llegan trenes constantemente. Igual lo de Luis, que en mi memoria es, como el tren que llega o se va, al tiempo ridículamente banal y sentimentalmente heroico. Aquello quizá fue el canto del cisne, el fin de una era, la obra cumbre de un artista símbolo de una generación. Quizá desde allí decayó definitivamente esa simbiosis perfecta del hombre con su máquina mecánica, el gusto recreativo por el cálculo instintivo de ángulos, velocidades e inercias. Lo que sea.
En otro país menos emocional y más sentimental su parka verde con forro naranja estaría colgada en el Pinball Hall of Fame. Allí nos esperaría, anodina y banal, hasta el día en que, viejos y sensibleros, pudiéramos llevar a nuestros nietos a mostrarles los restos de lo que fuimos durante unos instantes ahora tan lejanos. Cabría la posibilidad de que alguno de esos chiquillos llegara a entendernos y, por un momento, fuese capaz de sentir por nosotros una tierna compasión.