La acuarela es pintura para un horrendo mundo borroso y difuso. Es pintura para dandis, diletantes y señoritas cloróticas de veraneo en la costa. Para ancianas en terrazas con vistas, sombrilla y limonada. Esa cosa imprecisa que pretende apelar en exceso a la imaginación acaba teniendo el sentido de una anotación en un diario. Uno de esos diarios de verdad, de los que escribe uno cosas inconexas para sí, para recordar, no los diarios que conocemos, falsos y para exhibir. Es una nota cursi en el margen de una lectura mal entendida. Es pintura para abstemios románticos en fase de contemplación que con los ojos entornados se dejan llevar. Por la vida misma o por el azar del agua buscando caminos en el papel. La acuarela es todo colores flojitos, suaves, de dormitorio de bebé o mandilón de embarazada. Una dilución de la vida en colores homeopáticos e imprecisos. Imagino a los acuarelistas bebiendo un aguachirle al que llaman café y frotándose suave en la ducha con ese resto de champú indefinidamente alargado con agua. La acuarela es una falta de energía que los niños, todos ellos receptores de una caja en un impreciso momento de la infancia, sistemáticamente la rechazan y se lanzan a unas ceras con las que hacer rayajos sólidos, contundentes, precisos, rebosantes de formas en papeles llenos de vida. Quizá aún soy un niño.