Hay dos clases de Doctoras. Una es escuálida, levemente anoréxica, claramente neurótica, completamente pálida y en muchas ocasiones vegetariana. Siempre lleva la bata cerrada.
La otra, menos interesante, es más ancha y sanota, carcajeante, comedora de grasas, folladora de primera cita y lleva la bata abierta. Como ya fue dicho, en la felicidad no hay historia; sólo hay un modo de ser feliz como sólo se es bueno de una única manera, y sólo nos distinguimos unos de otros en nuestra forma de vivir la infelicidad. Y en los culos sanos, felices, disfrutadores, apenas hay historia.
El culo de la Doctora es, como ella, enjuto, apretado, contenido y normativizado. Uno antes de cada comida; enjuáguese con abundante producto; en caso de reacción adversa acuda su médico; manténgase fuera del alcance de los niños.
El culo de la Doctora es un culo poco amigo. Así en general. Poco amigo de otros culos, de otros doctores. Casi de cualquier ser vivo o actividad. El culo de la Doctora, de esta clase de Doctora, es poco amigo hasta de cagar. A mi no me extraña, porque es un culo que sólo recibe de su dueña, como los pacientes, severas amonestaciones, miradas reprobadoras y, en contadas ocasiones, una palabra de consuelo que suena a absolución por falta de pruebas.
Estos culos de estas doctoras, que personificamos en esta Doctora concreta para mejor ilustrar con el ejemplo, son culos de izquierdas. Utópicos, revolucionarios, reformadores sociales, avanzados a su tiempo. Pero también totalitarios, impositores, exigentes, neuróticos y obsesivos. Son culos que una vez demostrada la bondad de determinado tipo de braga, braguita o culotte no permitirían jamás el que otra clase de ropa interior, sanitariamente inadecuada o poco conveniente, los abrazara.
El culo de la Doctora es un culo que sigue las pautas recomendadas por la mayoría de las revistas médicas más solventes. Así el culo de la Doctora desconoce, entre otras cosas, el goce anal. Determinadas prácticas son claramente incivilizadas, moralmente reprobables y nefastas para la salud en general. Entre esas se encuentra el goce de los esfínteres anales. Y esa prevención, por una suerte de ósmosis, o metempsicosis, se traslada del ojete a esas nalgas enjutas que lo abrazan. Y realmente es como si el mal de Mordor fuera oscureciendo la Tierra Media. O algo así. Uno como que va viendo cómo se mustian esas carnes antes juveniles y rozagantes.
El culo de la Doctora es estrecho, se adapta –a la fuerza ahorcan– a las bragas recomendadas, se repliega sobre si mismo y parece que quiere desaparecer, obviarse. El culo de la Doctora es estreñido, nervioso, se sienta poco y mal. Será cosa del vegetarianismo y de la dieta sana y equilibrada pero al culo de la Doctora no le queda más que acostumbrarse a un mojón a la semana, quizá con suerte dos.
El culo de la Doctora, que en realidad es como cualquier otro culo, sufre y siente que ella lo trata como a un paciente. Apuntando un leve desprecio, con una distancia amable pero falta de afecto. La Doctora hace ver a quienes atiende que son culpables de la mayoría de los males que padecen. Si no se cuidan, si atentan contra su cuerpo, si se envenenan. La enfermedad no va a ellos, son ellos los que van a la enfermedad. Y así.
En este plan la Doctora trata a su culo en el asunto de las hemorroides de su asterisco. La Doctora intenta, día tras día, hora tras hora, obviarlas. Obviar su culo. Pero esa apretura de dentro afuera, esa neurosis, esa falta de cariño, agrava el problema. La Doctora, entonces, claudica, se resigna y de un cajón saca una crema calmante y se la aplica con una mueca, enfundados los dedos en un guante de goma.
Y el culo de la Doctora, una vez más perfectamente cuidado, adecuadamente atendido pero huérfano de contacto humano, de comprensión y cariño, llora, chilla, se retuerce. Triste como un inclusero.