Hoy, 22 de Diciembre es el día del cambio de planes. Hoy a la una o así, cuando se acaba el sorteo de la lotería, los Españoles en bloque cambiaremos de planes. Todo lo que estaba imaginado sólo por si se olvida y seguimos con lo ordinariamente previsto. Menos un puñado que deja su vida ordinaria por un futuro peligroso, lleno de trampas. Yo hoy me he levantado echando cuentas de qué voy a comprar primero. De si me iba a dar tiempo a pasar por todas las tiendas, boutiques, stores y centros comerciales que están en mi lista de compras urgentes. Hoy desayuné con la mirada perdida calculando mentalmente cómo aplazar esa cita que de pronto me doy cuenta que he colocado a una hora malísima. Pergeñando excusas inverosímiles para cambiar todos los planes, no sólo los de hoy, sino los de mañana y toda la semana próxima. Hoy conduje al trabajo distraído del tráfico, imaginando cómo acostumbrarme a conducir un coche automático y metro y medio más largo. Uno de esos en los que para hablar a las niñas en el asiento de atrás hay que gritar. No digo gritar para reñirles, como ahora, sino para hablarles. Un coche grande. A uno le entra, las mañanas de los 22 de diciembre, un sinser, un desasosiego que no termina de saber de dónde viene. Es que no tiene sentido porque ya está todo pensado. Ya está desde días antes la pasta gastada. Hay planes completos para el gordo y planes B, también llamados de contingencia, para el segundo y tercer premio. A mi se me pone la cabeza repugnante. Si me toca, pienso, no se lo diría a nadie. Sólo a la familia muy cercana. Y a los periodistas les cerraría la puerta. Aunque quizá, pienso luego mientras aprieto el botón del ascensor, eso sería de lo más sospechoso. Si alguien en una película se niega a declarar o dice nocomment ya sabemos que algo esconde, que es el culpable. La prevención ésta viene de que todos hemos oído historias de tipos buena gente con suerte a los que les toca e inmediatamente les aparecen familiares olvidados, amigos de cuando la mili en Ceuta, acreedores inexistentes, novias antiguas, candidatas a novias modernas, consejeros financieros y directores de bancos y cajas de ahorro. Estos tipos con buena mala suerte que en cuestión de meses, en un par de años quizá, acaban no sólo sin el dinero del premio, sino con deudas. Más deudas que el 22 de diciembre de dos años antes, por ejemplo. En el ascensor me cruzo con la del sexto y un repartidor de SEUR, y nos miramos los tres como si cada uno ocultara un secreto. Lo saben, pienso yo. Saben que si me toca lo voy a negar. Pero ¿Cómo lo saben? Todos, hoy, en España, lo sabemos. Y ellos, la mujer y el repartidor, están pensando lo mismo. Ella rebusca demasiado en el bolso, para no cruzar conmigo su mirada, y él se aísla con música a tope en los cascos del iPod, mirando al fluorescente. Al fluorescente. Ja, te pillé. Mirar al fluorescente del ascensor, reconozcámoslo, es disimular fatal. Todos estamos un poco nerviosos, ansiosos, pero hay que disimular mejor, pensamos la del sexto y yo. No te puedes dejar llevar así por los sentimientos. Empezando así, chaval, no duras ni seis meses. Otra vez va a tocarle a un inmaduro incapaz de gestionarlo. Qué perra la suerte. Llega mi piso y, mientras se abre la puerta, la del sexto y yo cruzamos la mirada para, cómplices en la comprensión del asunto, compadecernos del pobre chaval rico, con todos esos problemas que le esperan y que claramente le superan. Entro en la oficina y con un gesto como de Don Draper digo en alto que no me pasen llamadas y me encierro en mi despacho sin darme cuenta de que la secretaria aún no ha llegado. Intento perderme en la ensoñación de una playa grande, un sol inclemente y unas aguas azules. Pero. Suena el teléfono, insistente, y oficialmente procedo al cambio de planes. El día de la huída no es hoy y sigo con ésta vida de disimulo hasta el año que viene. En doce meses el millonario con estilo que llevo dentro desde siempre, con un poquito de suerte, tomará el control.