LA CIUDAD
La ciudad es París, pero, por lo que sabemos, podría ser otra. Una ciudad menos grande pero igual de provinciana. Podría ser San Sebastián, Oviedo. Una ciudad mucho más grande no encajaría. Y no es que París no sea grande, que lo es, sino que a pesar de serlo sigue siendo provinciana, asequible. La ciudad completa y el barrio concreto en el que está el inmueble son el paradigma de la provincianidad, si existe la palabra provincianidad. París ha tenido la desgracia de ser la ciudad en la cual todas las ciudades sin mucha personalidad, de medio pelo, se miraron, se miran y a la que quieren parecerse. Fue el modelo a imitar por todos en un determinado momento, abandonado después por todos menos por los mediocres.
En la cuidad y en el barrio de este inmueble, que es París pero puede ser cualquier otro sitio, vemos moverse por las calles a vecinos, chachas, gente que se conoce y saluda. Vemos a niños jugando en parques, carteros curiosos y policías de barrio. Tenderos de segunda generación que venden graneles, quesos artesanales, vino del pueblo del cuñado. Vemos la vida propia de un barrio, la vida de una ciudad de provincias. Vemos porteras.
Porque las ciudades pueden ser así, como la de éste inmueble, provincianas, o pueden ser ciudades capitalinas. Berlin, Roma, Nueva York o Madrid son capitales. Vive gente en los edificios pero son de atrezzo. Son individuos que viven en la ciudad porque alguien tiene que vivir allí. Nadie es de Madrid, como nadie es de Nueva York. Sólo unos pocos, muy pocos, son especialmente criados en esas urbes para darles sabor local. Ellos, orgullosos, incluso soberbios a veces, dicen: soy madrileño; soy berlinés. Pero en realidad no saben, o sí lo saben pero lo callan, que están siendo objeto de un experimento, absurdo, no especialmente premeditado pero de enormes proporciones. Criar un pequeño porcentaje de habitantes que dan sabor local con fines turísticos, que antes eran patrióticos.
Miremos Madrid, por ejemplo. La función de los que se dicen madrileños no es otra mas que imitar a los personajes de las zarzuelas. Con esto tienen solucionado el noventa por ciento de sus problemas incluidos los filosóficos: quién soy, cuál es el sentido de la vida, a dónde vamos, de dónde venimos. Y el sentido era, antes, servir de modelo patriótico, tipo dos de mayo. Chulería al servicio de la soberanía. Hoy, reciclada a reclamo turístico.
En París sucede aproximadamente lo mismo, si bien los parisinos, en estos últimos años del siglo XX, han perdido el control del personaje. Hasta la llegada de los americanos, que vinieron a echar a los alemanes de animados por las cosas que Hemingway les había contado, el modelo de parisino era el cortador de cabezas de reyes y reinas que se paseaba borracho y en calzoncillos por las callejuelas de la ciudad. Desde Hemingway el parisino es el pseudo-bohemio de barra de pan, boina e inquietudes artísticas. Sólo coinciden en la mala ostia de uno y otro, manifestada en agresión física el primero, verbal y levemente gestual el segundo. En todo caso sexualmente salidos ellos, salidas ellas. Opus Pistorum Dios mediante. Recuérdese que mataban reyes en ropa interior y quien sabe si con la chorra fuera.
Pues que arrebatados por escritores de novelas y guiones hollywoodienses sus personajes, que tenían gracejo y empuje, lo que hoy conocemos por parisinos, son unos tipos que visten, actúan y sienten como extras de película americana de los años 50. De estos especímenes, criados en algunos barrios y quartiers concretos, se halla llena la vida parisina.
En realidad no molestan. Los típicos parisinos, madrileños o berlineses son individuos que ocupan los edificios pero con un empeño leve, con un cierto aire de provisionalidad, como al pasar. Han nacido y crecido allí. Los han criado allí y no obstante todos ellos tienen un aire de indolencia tal que parecen funcionarios coloniales recién llegados o que están preparando ya la mudanza a un nuevo destino. Yo lo achaco a problemas genéticos. Mezclas y remezclas. Ahora se sabe más, pero hace unos años con el tabú del incesto pensaban que llegaba. Eso, en pequeñas poblaciones, se ha demostrado que no basta. Así les va.
Quedamos en que París era una ciudad de provincias y además tiene el defecto compartido con las ciudades señeras de criar en ella una raza especial para darle sabor local. Pues ella y todas las demás ciudades provincianas son acumulaciones ordenadas de edificios siempre sólidos y señoriales, siempre severos en sus formas esenciales pero con detalles ornamentales que pretenden transmitirle una imposible levedad. Son un intento de combinar la seriedad de la esencia y la levedad de la forma. Una bailarina que sea un contable, por poner un ejemplo. O un contable bailarina. Una imposibilidad burguesa y mediocre. En esos edificios burgueses, imposibles y tocantes los unos a los otros son en los que viven personas, también próximas las unas a las otras, tocantes. Viven esos individuos especialmente criados para ocuparlos, entreverados con la inmensa masa de forasteros que para poblar la enorme ciudad, acuden constantemente de todas las partes del mundo.
París, por eso, es un inmenso dormitorio, un inmenso salón, una enorme cocina. Paseando por sus calles al anochecer uno se imagina una gran colmena en la que cada obrera, cada soldado, cada zángano ocupa su celdilla. Cada individuo, hombre, mujer, niño, cumple su función. Y todos ellos se aprestan al descanso. Se imagina uno a hombres en zapatillas, niños en pijamas con ositos, mujeres atractivas que se quitan los pendientes y cepillan el pelo frente a cómodas con espejos. Uno se imagina, claramente, la vida de los extras de las películas de hollywood.