EL JUEGO DEL MENTIROSO

A mi el fútbol no me ha gustado nunca. Ni de pequeño en el patio del cole o en la tele. Eso no quiere decir que en ocasiones no me anime a ver un partido, generalmente una final del mundial. Hasta ahí llega mi interés. Y la última no la vi completa. El excesivo nerviosismo y griterío ambiente me desagradaban bastante. Normalmente dar vueltas intentado saber por qué te gustan las cosas que te gustan es suficiente pérdida de tiempo. Y es que por regla general lo que no haces no es lo que te define. Nadie dice no soy médico, ni arquitecto. Ni alemán, ni belga. Sin embargo hay cosas, como la tele y el fútbol, que son tan omnipresentes que te definen más por pasar que por apuntarte. Como los vegetarianos. O los ateos. O los calvos. Define la ausencia. La carne, el pelo, la tele y el fútbol se dan tan por supuestos que tienes que explicarte. Me abrió los ojos Tusquets–Blanca. Ve en el fútbol y en los deportes en general un infantilismo que no acepta cómo funciona de verdad la sociedad. De lunes a sábado no gana el mejor. Gana el que conoce a quien decide, el hijo del jefe, el enchufado. De lunes a sábado el que está en el sitio adecuado se lo lleva crudo. El que tiene el mejor abogado no va a la cárcel. El que tiene el mejor médico cura antes. El domingo a las nueve se abre un paréntesis en la realidad en el que se supone que ganará el mejor. El más rápido, el más audaz, el más coordinado. El más resistente y mentiroso. Sin interferencias, a la vista de todo, sin trampas. Por eso, infantilmente, el público se enfada sobremanera cuando el árbitro no es absolutamente justo, emanación de la justicia divina. Cuando se equivoca, cuando toma partido. Cuando a través de él, sus fallos, querencias y animadversiones, la realidad entra en el campo. El deporte es por definición infantil. Es juego. Todo desequilibrio en la aplicación de las reglas despierta celos, envidias, resquemores. Infantiles. Hasta aquí el deporte en general. El fútbol en concreto se basa exactamente en las habilidades, en los principios básicos, de todo triunfo personal y colectivo en la sociedad actual. Es decir, triunfa por su contradicción interna. Y ello sobre un esquema de suma cero. Si uno gana el otro pierde. El fútbol exige el juego en equipo y permite una cierta estrategia. Pero lo evidente es que el triunfo se obtiene por medio del engaño. Los delanteros meten goles haciendo como que van para allí pero yendo para allá. Moviendo el balón para un lado cuando en realidad van hacia el otro. Engañando a los defensas, al portero, a los defensas contrarios y a sus propios compañeros la mayoría de las ocasiones. El mayor piropo que se dedica a uno de estos jugadores es el de que inventa jugadas imposibles, pases que descolocan al contrario. Un buen delantero es aquel que apoyado por sus compañeros es capaz de urdir un hábil engaño suficiente para meter el balón en la portería contraria ante el pasmo de defensas y portero. Y aún de los compañeros de equipo. La capacidad de mentir así no se enseña. Se nace con ella. Esa facultad es el el objeto de admiración de las multitudes que se agolpan en las gradas. Correr, sudar la camiseta, esforzarse, intentarlo, caer y levantarse e insistir, coordinarse con el compañero, analizar al contrario, entrenar duro, prepararse. Todos esos conceptos están vacíos en el fútbol, son ingredientes necesarios, pero como saber leer o tener un teléfono le es imprescindible a un broker, a un político, a un vendedor. Son previos, pero carecen de todo interés, porque el éxito es la mentira. Ronaldo, Messi, son adorados por mentirosos. Son respetados y pagados por mentirosos. Como lo son los políticos, los grandes empresarios, los estrategas militares. Como lo son los grandes amantes y los mesías.

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