Miro al mar y está lleno de lágrimas, revuelto de olas y hélices. Por aquí la gente se retuerce las manos frías y las olas se lanzan contra las rocas, como para salpicarlos y borrarles las marcas del llanto con más agua salada. Todos miramos a la mar atónitos y como advirtiendo por primera vez, una vez más, lo despiadado e inmenso que puede llegar a ser. Los muchos recovecos que una lámina sin esquinas puede tener, lo muy oscuro que es su vientre. Lo muy traicionera que es su belleza.
Faltan cuatro, que son los últimos de una lista interminable de la que hemos perdido la cuenta. Entraron apenas y nadie, y menos ellos, pensaron que esos cuatro pasos de la arena al agua iban a ser un viaje sólo de ida.
Caracolean lanchas azules, naranja y negras sobre las olas buscando lo que la mar se niega a devolver y un helicóptero revolotea mirando por las esquinas. Su zumbido, de campana extractora, pone el efecto sonoro que nos recuerda de que esos movimientos suaves, a cámara lenta, son un trabajo desesperado y no un extraño espectáculo de ballet lejano.
Paseamos esperando y mirando a un horizonte que, por unos días, será más amenazador que bello.