COLAPSO SEXUAL

Resulta imposible resumir en pocas palabras todo lo que sucedió en aquellos treinta segundos. El gato maullaba sobre la tapia del solar que hay detrás del edificio. La gata hacía como que aquello le importaba un carajo, pero en realidad sí que le importaba el carajo del gato. Unos niños en el susodicho solar osaban darle de fumar a un sapo o a una rana, que siempre he tenido la diferencia entre unos y otros, esa delgada línea verde, un poco difusa. Y el sapo, o rana, se dejaba drogar con una expresión beatífica en su rostro anuro. El ascensor subía desde el bajo y estaba a la altura del tercero. En él viajaban la gorda del quinto derecha, esa que pone cara de asco si alguien se le acerca mucho, o le habla, o va vestido de chandal, o lleva bolsas de la compra, o lleva zapatillas de deporte. Esa gorda que exuda unos olores a perro mojado cada vez que la temperatura pasa de los 20 grados, o la humedad del 85%. Esa gorda que habla con una voz tan chillona que molesta dos pisos más arriba y abajo. También iba el señor González, que es el funcionario jubilado que vive en el sexto derecha, justo encima de la gorda. Es un idiota y desde que se jubiló y vive sin trabajar se nos ha esponjado y aquella tristeza infinita de anodino tempranero, aquellas ojeras de tristón madrugador, se han trocado en manías de mariquituso sexagenario. Así soltero, así ojeroso, así siempre cansado. La doble vida del funcionario, única excusa para esos horarios sólo de mañana, al que si el horario y el poco afán le dejaban espacio vital el cuerpo no le correspondía. Ahora se nos pone crema antiojeras, camisas floreadas y complementos que son tendencia, pero sus energías de cotilla pejiguero profesional, afinadas con la tramitación de mil expedientes, se vuelcan sobre nosotros, pobres convecinos. Y esta confluencia cósmica que en años y años no se había producido, por azar, intervención divina y sospechada repulsión física de ambos individuos, se produjo ese día, a esa hora, en el ascensor. Evidentemente algo tenía que ocurrir. Ya había signos de tragedia en el aire, algo se mascaba. Un no sé qué, pero lo cierto es que el gato y la gata, sin ser mayo, habían jodido ya por la mañana al menos tres veces. Y Carmencita, la hija del notario del octavo izquierda, después de comer y después de muchos días de insistir, había accedido a enseñarle las bragas a Josete, el hijo malote del portero. Vale que los gatos son símbolo del sexo y tal. Vale que a Carmencita ya se le ve que es un putón desde pequeñina y que lo estaba deseando. Pero la casualidad en según qué cosas sostengo que no existe. Pues bien. El espacio tiempo colapsó. Primero chillidos. Luego temblores. Hierros chirriantes y colapso estructural. Llevó dos días extraer del foso del ascensor el amasijo de hierros y los cuerpos. Ambos sonreían, semidesnudos. Quién hubiera imaginado un affair entre ellos. El sexo es vida. Casi siempre.

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