Hace meses que se me ocurrió este título y como me pareció muy bueno, lo guardé por ahí a la espera de que se me viniera algo que ponerle debajo. La cabeza me funciona así. Más o menos es que una frase feliz desentierra una idea y tirando de ella van saliendo tonterías encadenadas. Como siempre, hice un archivo de word con ese nombre y lo dejé por ahí, como a ablandar.
Pero, y nunca me había pasado antes, el archivo llamado “A Gomorra en un burro» empezó a llevar demasiado tiempo por los discos de mis macs. Al principio lo encontraba y me regocijaba pensando qué buen título. Chaval, eres un crack. Pedazo títulos se te ocurren. Y lo dejaba pasar porque estaba yo seguro de que en algún momento la musa de los blogueros se me iba a echar encima con una idea estupenda. Con un contenido cojonudo. Es decir, que para rematar el título me traería un par de imágenes sugerentes y un juego de palabras a la altura de la aliteración esa. Lo daba por hecho.
Pasaron los meses y el archivo rodaba de disco en disco, vacío él. Ocupando sólo 4 k’s, que es el mínimo de lo mínimo que ocupa un archivo. Es el peso del vacío, de la nada. Son los 21 gramos del alma de los archivos de word. Y yo veía ese archivo, esos 4 k’s, y ya me iba entrando una ansiedad que me recorría el cuerpo. Me preocupaba esa sequía de ideas para poner debajo de un título tan bueno. Porque yo lo veía bueno. Entonces lo odiaba y pensaba en borrarlo, en tirarlo a la papelera. Y llegó a estar en ella por unos segundos. Pero me venía el trasacordo y pensaba que lo mismo que las ideas buenas escasean, también escasean los títulos buenos, y lo rescataba. Démosle tiempo, me decía.
Luego pasé una fase mejor y se me ocurrían ideas para escribir debajo de títulos largos, raros y buenos. Por ejemplo llenaba páginas a continuación de “Narciso con pústula o La Belleza imperfecta”, que es muy del Siglo de Oro, como de teatro clásico. Así que me tranquilicé un poco. Ya pasará, me decía yo. Esto no va a durar siempre y tal. Se te ocurren tonterías para poner debajo de títulos enrevesados, picantes, políticos, incomprensibles, así que ya vendrá. Ya vendrá.
El tiempo siguió pasando, ahora ya inexorable, y al final se me fue metiendo en la cabeza que éste era un título demasiado bueno para mi. Que uno tiene sus límites, que uno no es Cunqueiro, que levantaba cualquier título por complicado que pareciera, ni Torrente Ballester, que fue capaz de llenar 200 páginas debajo de “Yo no soy yo, evidentemente”. Y finalmente muy a mi pesar, como Filomeno, acepte mis limitaciones. No todos los títulos valen para mí. Tuve que reconocer que hay cosas que me superan y que la vida del escritor es cabrona cabrona porque te lleva a mirar de frente aquello que te falta.
Así que, sin resistirme a tirar esos 4 k’s, decidí poner el título a la venta en eBay. Ahí se vende cualquier cosa pensé. Virginidades, tostadas con la cara del Che, violines robados, ordenadores de hace treinta años y maceteros colgantes de macramé. Y me decidí. Se vende título, puse, nuevo sin usar, apto para artículo, novela, ensayo o poesía. Corto, sonoro y evocador. Ideal para libro de viajes, temas bíblicos, sexuales LGTB, etc. Allí estuvo durante un mes, con un precio de salida bajo -99 cts. como los hits de iTunes.- y aunque mucha gente picó para verlo, al final nadie pujó por él.
No me sentí ni fracasado ni más pobre, sino que concluí que se me había ocurrido un título demasiado bueno no sólo para mí, sino también para todos los escritores vivos. Lo cual me confortó un poco el ánimo. Y hoy, justo cuando por enésima vez iba a vaciar la papelera con esos 21 gramos, pensé que quizá esta experiencia mía sirva a otros.
Uno. No empecéis la casa por el tejado ni los libros por los títulos. Y dos. La creación, en España, está muy mal pagada.