Algunas horas pasan y uno se siente inocentemente poderoso porque ni le afectan ni le trastornan. Pasan acercándose y se van como vinieron, silenciosas y transparentes, como las olas mínimas de esos mares de aguas calmas y cristalinas que besan playas de arenas blancas. Son horas anodinas, horas standard que se dejan vivir amablemente, sin sobresaltos. Horas que no exigen la atención de la selva o la ciudad, que permiten devaneos con pensamientos brumosamente positivos, bruñidamente satisfechos; horas en las que, sin planearlo, un futuro de moderado entusiasmo se hace posible.