Entro y enciendo las luces, que parpadean dos veces, tres, e iluminan primero poco, y poco a poco, más. Sé qué quiero, sé qué busco, es mi espacio, son mis cosas, controlo el dónde y el porqué. La luz podría haberla obviado los cinco primeros minutos, lo sé, lo siento en los huesos. Dos pasos al frente y abro la nevera en la que se acomodan a la espera fiambres, quesos, lechugas, tomates, salsa de soja, champiñones, nata. Y restos de comidas. Sé que una luz blanca, mortecina y hospitalaria, alumbra ahora mi rostro e imagino ese plano más lucido en blanco y negro. Una croqueta en un platillo, muerta de frío, esperando, sumisa, una muerte rápida y no ésta, lenta. Agarro los huevos y cierro la puerta.
Dos pasos atrás y giro a la izquierda, queda la docena en la encimera y abro la puerta de abajo y, con movimiento fluido, al tacto, saco tres patatas grandes, hermosas, sucias de tierra, verrugosas, distintas unas de otras. Tres patatas con personalidad, no tres patatas clónicas, limpias, iguales y con apariencia de fabricadas en una empresa. Son tres patatas que, basta mirarlas, fueron sacadas de la tierra, con monda gruesa, oscura, patatas que han sufrido, quizás. Patatas con rostros de agricultor o marinero, de haber vivido fuera, a la intemperie. Como sé donde estoy y he experimentado esas distancias, mientras con una mano abro el grifo con la otra de un cajón saco un cuchillo.
Cojo el que me gusta, el que tener en la mano relaja porque no me falla, porque todos sabemos que los cuchillos, aún sin mecanismo, se atascan. Es de mango negro y hoja negro mate de cerámica, modernidad que me encanta, porque sabiéndolo frágil soy más consciente de usarlo, de sentir su peso liviano. Deja de ser un chisme de los que hay tantos para ser la herramienta de la cual me he de responsabilizar. La que viene a ayudar. Eso facilita concentrarse en el tajo, a enfocar, y por eso a relajarse. La hoja negra en la mano derecha corta perfecta la patata separando la piel morena, morena, de la carne blanca, blanca. Las mondas, en cadencia, una tras otra caen al cubo. No me entretengo. No pienso. Ritmo. Una, dos y tres. Las lavo en el fregadero.
Media vuelta, abajo, bol, sartén. Al lado aceite. Todo arriba, al lado de los huevos que van templando. Enciendo la cocina, el fuego fuerte, el del centro, con el mechero que saco del bolsillo y con el que, en dos segundos, encenderé un cigarro también. Aceite en abundancia, mediando la sartén, que dejo calentando. Seco las manos con el trapo que ellas solas encuentran colgado donde siempre, blanco, lacio, limpio. Su tacto, absorbente y rasposo, por conocido, relaja. Todo bien y en marcha. Cigarrillo, calada, media vuelta y picar patata, menuda, irregular.
Se va llenando el cuenco de carne blanca, levemente pegajosa, almidonada. Me gusta la vista, el tacto, su olor imperceptible, incluso lo absurdo de la patata. Es igual e idéntica en todas direcciones, es uniforme, es homogénea. No lo hace muchas veces la naturaleza y lo hace en ella. Leve giro de cabeza y el aceite, de reojo, se va volviendo transparente y del fondo suben unas ondas lentas, calientes, voluptuosas, que se retuercen. Y acabado, lleno el bol, me seco las manos, calada al cigarro y con él en la boca y el ojo entrecerrado, otra media vuelta y la patata al aceite, poco a poco y que quede cubierta.
Enjuago el bol y lo seco un poco, y usando la mano derecha los huevos, fríos aún al tacto, cascan y van cayendo, mezclando la yema y la clara. Son oscuros, morenos, pesados, iguales. Parecen, mas que hermanos, gemelos. Son idénticos. Ese instante breve, en la palma de mi mano, son relajantes, pero romperlos satisface algo. Ese ruido, el chasquido de esa cáscara, podría ser un azote en un culo blanco. Pongo los doce porque mejor que sobre, que el exceso de huevos, eso lo sabemos, otras cosas quizás las arruina, pero nunca una tortilla. Romper las yemas con un tenedor en la derecha y salar con la izquierda, y sin racanería. No bato los huevos porque si lo hago todo se estropea, que el huevo se esponja y cuaja distinto, sólo revuelvo, que esté homogéneo. Como Bond, agitado, no batido.
Ya frieron las patatas, casi para comer, casi para servir, y las retiro, escurro, meto en el bol y revuelvo. Ahí han de quedar un rato, que el truco es que vengan algo crujientes y se hidraten, ablanden, empapen del huevo. Mientras vacío el aceite y dejo la sartén sólo engrasada, brillante, lubricada, y allí podría reflejarme. Un revolcón último a las patatas en su salsa de huevo y esta vez añado sal y del bol directo a la sartén que las espera otra vez caliente al fuego.
Sólo unos instantes para que el mucho huevo cuaje por abajo, y casi de inmediato, con un plato y maña, voltearla y otro minuto que se haga la otra cara. Sacarla rápido que quede sangrante, que cortarla sea apuñalarme, se derrame y manche el plato mucho mucho huevo, como mi sangre.