Pasa el tiempo a mi lado sin tocarme. Y pasa el tiempo, a mi lado, sin tocarme. Y pasa el tiempo. A mi lado. Sin tocarme. La luz es perfecta para un entierro. Silenciosa y difusa. Una luz átona que pide lluvia fina. Hace sombras suaves de estudio, difusas, inconcretas y banales. El tiempo, que no me toca, que me evita, hace grumos y volutas en las aristas de las cosas. Hace torbellinos al tropezar con las agujas del reloj, nudos en las hojas de la puerta, la ventana y el árbol que se enmarca en ella. Entra empujando y mueve las cosas pequeñas, el cigarrillo, por ejemplo. Sale envalentonado y repite con lo de fuera. Y pasa a mi lado sin tocarme. Las cosas grandes no se mueven, pero se desdibujan, porque el tiempo las va borrando con una lija suave. Y sólo si cierro los ojos las veo como son, como deberían ser, con su nitidez al sol de mediodía. Y entonces tengo el recuerdo de haber deseado, en ocasiones como ésta, montar en algo ruidoso y rápido. Un recuerdo vago, lijado, un recuerdo que no es ansia, ni dolor, ni deseo. Es memoria de un pasado en el que me movía veloz a la velocidad del tiempo, más rápido incluso. Un tiempo que, hoy, ahora, pasa a mi lado sin tocarme. Como no toca a esos muebles. Lijándome. Como lija a esos muebles, bajo esa luz de entierro