Por supuesto. Jamás un plano. Este extremo es esencial. Esencial. Me costó años entenderlo. Y más aún llevarlo plenamente a la práctica. La ideación ha de ser un acto sólo mental. Puro. Libre. Ilimitado. Imaginación sin cortapisas. Y ese acto ha de proyectarse del modo más directo posible sobre la materia que es su objeto. Introducir pasos intermedios entre la idea de la edificación y la materia que es la edificación únicamente introduce pasos innecesarios, en cada uno de los cuales la idea pierde algo de su belleza original. Mis colegas arquitectos, en un alarde de soberbia, se consideran artistas del espacio, pero su trabajo principal es dibujar planos. Los edificios los hacen otros. Su arte no es la arquitectura, sino el dibujo técnico. Y una vez te pones a dibujar todas las líneas tienden a ser rectas, los ángulos precisos, los suelos nivelados, las habitaciones y ventanas simétricas. Alguien, otro, ha de entenderlo. Simplificas las instrucciones para evitar errores, malentendidos, complicaciones. Aplican la técnica al producto de la imaginación y este se vuelve aburrido. El resultado puede tener gracia, incluso reconocérsele en ocasiones algo de interés o mérito: como a una partida de tetris. Pero no originalidad, imaginación, genio. Eso no después de pasar por un plano. Aquellos en los cuales me inspiro y a los que intento imitar conocen y perciben las necesidades e imaginan soluciones. Actúan de acuerdo a percepciones e intuiciones. De un modo directo, sin intermediaciones. El secreto de su originalidad está en que no conocen la técnica que acaba con el brillo de la creatividad. No han aprendido cómo ser aburridos, banales, iguales a miles de otros. Son ellos mismos y ejecutan sus ideas desconociendo los límites.