La panadera se afana amasando y si no fuera por un halo de finísimo polvo de harina que flota a su alrededor podría confundirla con una masajista. Pelo recogido, nuca despejada, hombros brillantes de esfuerzo y camiseta blanca de tirantes. Y esos movimientos decididos, enérgicos pero suaves, rítmicos, que imprime a todo su cuerpo, cargando sobre la masa.
La panadera, de vez en cuando, se endereza, pone la espalda recta, y con el exterior de la muñeca aparta un mechón y unas gotitas de la frente. Este es un gesto muy suyo, muy de panadera, antiguo e íntimo, que luego copiaron los tenistas vulgarizándolo, convirtiéndolo en símbolo y chulería de la transpiración improductiva.
A la panadera, cuando amasa, el culo se le dispara. Parece que se asoma a una ventana por la que solo mira ella, una ventana imaginaria al otro lado de la cual esperan esas formas a las que va dando forma. Y entre tanto el admirador, que se sienta en el obrador, desliza su mirada entre lasciva y mimosa por sus hombros y su espalda, por la camiseta marca músculos y vértebras. Sus movimientos rítmicos acompañan al ojo y lo hacen descender serpenteando, al compás.
Y la vista llega al culo. A ese culo prieto, ese culo que se mueve y tensa y destensa, colaborando desde abajo en un esfuerzo que uno pensaba era solo de brazos y hombros. El culo de la panadera es la base y el fundamento del pan que hace. La panadera amasa desde y con el culo. Esas nalgas de carne tibia que de tan prietas imagino hasta crujientes, son la base en la que la columna se asienta, el nacimiento del esfuerzo y la tensión. Ese culo es el que marca el ritmo, aunque la melodía la pongan más arriba el cuello y los hombros.
La panadera, en su obrador, baila una salsa, una lambada o un vals, y así le sale el pan. Crujiente, tibio, tierno, humeante. Otras veces compacto y pesado, con una miga que se deshace entre los dedos. Y en ocasiones moreno, consistente al mordisco, como una carne. Cada pan tiene su ritmo, cada pan necesita de un movimiento de culo propio y preciso. Cada pan quiere su toque exacto de erotismo y esfuerzo. Y ahí está el culo de la panadera, envuelto en una niebla de harina, para dárselo. Un culo trabajador y anónimo, como de starlette de provincias, rodeado de niebla artificial en un escenario menor y asfixiante, esforzándose noche tras noche.
A mi, que soy mirón y admirador, me gusta pasar horas en el horno, mirándole el culo enfundado en un pantalón blanco que visa las bragas y dejarme llevar pensando en lo mucho que ese culo me gusta, lo mucho que me acercaría. Me da por pensar que pondría suavemente la mano en una de sus nalgas y la dejaría allí, reposando sobre ese bollo de pan caliente y tierno para sentir esos movimientos que lo tensan y contraen. Podría sentir cómo de ese culo, de esas dos nalgas gemelas, nace el manjar al que unas horas mas tarde podría hincar el diente.
Dejaría reposar tranquila ahí mi mano y sintiendo esas contracciones, que quisiera también mías en otro escenario y para otros fines, miraría por encima de su hombro cómo da forma a la masa blanquecina. Y oliendo su cuello y admirando sus manos rápidas y seguras pensaría que tengo razón, que el pan nace del culo, de las caderas, de la pelvis, al ver cómo le da forma a barras que son pollas, a roscas que son coños y a hogazas que son culos.