De todos los culos que hay, que son incontables, sin lugar a dudas el más perfecto y hermoso es el de mi novia. Es el culo patrón, digno de conservarse en una urna, en una sala con la temperatura y humedad controladas, en el interior de un museo, en una Capital Europea. Una institución seria y venerable, con acceso restringido sólo a científicos con sus instrumentos, estudiosos eruditos muy documentados y miembros de la realeza en viaje oficial, estos siempre acompañados de un séquito de personal de la casa y ministros del ramo.
Verlo supone una formidable impresión. Sube la presión sanguínea, se acelera la respiración y se dilatan las pupilas. Pero también puede suceder todo lo contrario, que baje la presión, se detenga la respiración y las pupilas se contraigan. Y estos síntomas no desaparecen por una frecuente exposición al estímulo sino en un mínimo porcentaje. Sé que varios han tenido que ser hospitalizados en distintos estados de catatonia y doy por cierto que otros, tras su visita, quedarían de por vida vivaqueando, andrajosos y desorientados, en los jardincillos que posiblemente rodeen el edificio.
No obstante la vista no es el sentido con el que disfrutar el culo de mi novia, la plenitud del goce se alcanza a través del tacto. Atenúese la luz, sitúese a la portadora tumbada de costado sobre una cama y, con sumo cuidado, deslícese la mano entre la braga y la carne caliente. En este caso sí que se puede hablar de impresión duradera de los sentidos. De sobreestimulación.
Pasando la mano bajo la braga y sobre las redondeces de ese culo se accede a la más maravillosa experiencia táctil. Redondo sin estridencias. Simétrico sin la frialdad de lo mecánico. Firme sin la dureza de lo artificial. Caliente con la temperatura de lo vivo y deslizante con la suavidad de lo nuevo.
Qué me van a importar a mi los cuatro angelitos si con ésta maravilla me acuesto y con ésta maravilla me levanto.