Huir del ingenio como de la peste. Ingenio es inteligencia recreándose en sus propias capacidades, gustándose, como un puerco en el barro. El ingenio mata las ideas, esteriliza el conocimiento, banaliza definitivamente los problemas. No es mas que una debilidad, el juguete del inteligente aburrido, del capaz adicto a la vagancia intelectual, del procrastinador de la reflexión. El pensador original que abomina del método, del trabajo, se abandona al ingenio. A la falsa originalidad del ingenio.
No obstante hasta lo peor tiene un uso, y el único legitimo de cosa tan nefasta es la destrucción de la estupidez humana. Al igual que las armas, por naturaleza inútiles para el bien pero útiles para destruir el mal, el ingenio servirá para eliminar, con su consecuencia natural, el ridículo, determinadas excrecencias malsanas.
Luego de cientos de años legislando contra el duelo, en el que por una tontería o incluso un malentendido dos estúpidos medían su honor —concepto moral— con un enfrentamiento físico, esta costumbre no desapareció hasta que mayoritariamente fue considerada algo ridículo. Cuando la sanción al duelista —ser considerado un individuo ridículo, aunque resulte victorioso— fue resultado de una opinión general, este comportamiento desapareció.
Y en la creación del ridículo la inteligencia, el razonamiento, la ciencia, todas las fuerzas positivas, carecen de poder alguno. El ridículo es patrimonio del ingenio, es mas, es casi su único patrimonio. El ingenio vence ridiculizando, avergonzando, con referencias siempre circulares y comparaciones falsas pero aparentes. El ingenio puede servir para fumigar plagas, pero no hace crecer nada por si mismo. Una persona sensata ha de hacer uso de él solo en muy concretos casos que han de ser valorados y justificados con la misma desconfianza y rigor que el uso de la fuerza en legitima defensa.