A temprana edad pretenden que vivas en una burbuja, aislado del entorno. Más adelante también pretenden lo mismo, por eso empiezan el entrenamiento de pequeño poniéndote calcetines gordos, camisetas de felpa, zapatos de goma gruesa y una chamarra adecuada para resistir el invierno en una base antártica. A eso, que ya es malo, le añaden la bufanda, los guantes de lana y el verdugo. Y es que yo soy de la generación de los que llevaron verdugo, que no es más una extensión del gorro de lana útil solo para avergonzar niños y atracar bancos. Porque llevar verdugo, a determinadas edades, aísla mucho. Muchísimo. Física y socialmente; sobre todo socialmente. Aísla más que una enfermedad contagiosa, más que sacar todo sobresalientes o que tu padre sea policía o profesor. Es como vivir bajo tierra y hacerte invisible, todo al tiempo. Es un estigma con el que has de vivir el resto de tus días.
Con el equipo completo la movilidad es reducida, así que ni te ensucias mucho ni te haces daño si caes. Pierdes la visión periférica y la totalidad del oído, así que te mueves como un robot de primera generación que habla a gritos. No estaba de moda sondar la vejiga y de eso nos libramos. Las casas eran cutres y grises, como todo en general y así aparece en el NODO, pero al llegar agotados nos alegrábamos como astronautas que regresan. Por comparación aquellos pisos nos parecían amplios, maravillosos y soleados como Cabo Cañaveral, y mirábamos embobados aquellas pantallas en BN que no cambiaban de canal porque no había más canales.
Estas tonterías me enseñaron qué es la libertad, porque me sentía preso. Todo el mundo hablaba mucho de la libertad por aquel entonces. La libertad, la libertad, decían, que importante la libertad. Yo, desde entonces, desconfío mucho de la libertad, porque la primera vez que realmente sentí la libertad fue el día que pude decidir y salí de casa sin una camiseta de felpa. Qué subidón, aquel día. Un subidón físico lo de experimentar la libertad.
La libertad, pienso desde entonces, es una cosa tan cutre como ir sin camiseta. La libertad viene a ser una sensación, no un estado. Una sensación pequeñita; andar por casa en bolas, no coger el teléfono, salir sin calcetines o levantarte a mitad de una película mala y largarte. El resto son cuentos.