Es nuevo, es rojo y tiene un rugido precioso. Está conmigo en el último semáforo de esta ciudad y tiene cien kilómetros de autopista que devorar. Con el pie derecho le doy gas y una agujita salta, sube rápida y nerviosa y desde lo alto se deja caer lenta y mimosa. Así está mi alma que con facilidad se alborota y luego se toma su tiempo para recuperar la calma. Así está mi cabeza, que de pronto gira desbocada y sólo con tiempo consigo reposarla. La luz está roja y espero que cambie para, en ese instante, emprender la marcha. Un ansia me devora y aquí espero el último permiso de la luz colgante.
La hora es hermosa, anochece y la mierda que es el mundo, la pátina sucia que lo recubre, queda iluminada por una luz ámbar que oculta la decadencia, la basura de la que todo está hecho, la falta de gusto y de respeto. Las casas rebrillan con una luz rojiza que las embellece, los árboles aureolados empiezan a dormirse y cada pájaro elige el suyo antes de la hora del cierre, mientras la gente en la acera se contenta con este instante y sonríe y afloja. Es el momento en el que se encuentran las parejas que luego riñen en los tangos.
La luz cambia a verde. Con una calma extraña acelero y me coloco en el carril izquierdo y con el pié empujo la aguja hasta que señala ciento sesenta, con el intermitente encendido, advirtiendo de mis intenciones. Un compromiso entre mi prisa, la aguja y la gente es la función del tiempo que falta para verte. Más rápido no que, los que no me conocen ni les importo, temblarían al verme. Intento no sólo aparentar calma, sino que ésta me empape, y para eso el ritmo del clic-clic, clic-clic de las luces ámbar es perfecto y dejo que lo haga suyo mi aliento.
Ni pienso ni siento, sólo me empapo del tiempo y el ruido del viento, de la noche que viene veloz y de las cosas que pasan corriendo por las ventanas. Estoy en camino, espérame.