Ya no corremos. Ya no se puede correr. O ya da igual correr. El caso es que todos nos movemos a la misma velocidad y en la misma dirección y sentido. Todo es plano y monótono, tranquilo y seguro. Ya no hay curvas ni adelantamientos. Todos en nuestras cajitas de metal nos desplazamos ordenada, civilizadamente. Todas viajan sin obstáculo, sin contratiempo y sin emoción. Un viaje es ahora un desplazamiento sin sentimiento.
Soy viejo y recuerdo, y recordando añoro cuando había curvas y mientras que tú ibas otros venían. Cuando correr era más emocionante que no hacerlo, cuando vagar despacio era más agradable que correr y cuando parar era delicioso porque había cosas que ver. Soy viejo y recuerdo que el color del coche era emocionante, vete tú a saber porqué. Cuando había cuestas que subir en tercera y camiones que eran obstáculos que superar, camino de algún lugar que era una meta y no un destino.
Soy viejo y recuerdo pasar calor y frío, y cambiar las largas por las de cruce. Y mirar embobado la cinta negra que los faros iban empujando para que se desenrollara bajo las ruedas. Recuerdo el viento de las ventanas abiertas. Recuerdo cabellos que ese ruido, o quizá el mismo viento, revolvían y hacían muy presente que nos estábamos moviendo.
Antes ir era un peligro y cada curva un reto, cada cruce un posible sobresalto y cada viajero un vaquero en el mismo desierto o desfiladero. Antes viajar era un esfuerzo y llegar un reto.
Antes vivíamos porque hacía falta vivir para estar vivo. Ahora decimos que vivimos pero, en realidad, estamos.