Tengo que controlar el curso de mis pensamientos porque son erráticos la mayor parte del tiempo. Debería intentar encontrar una disciplina sencilla, una regla, a lo sumo dos, que me permitieran enfocar las divagaciones en que me ensimismo. El problema es que todo me recuerda a todo porque, a cierto nivel, todo se parece a todo. Las palabras vienen de otras palabras, que vienen de otras palabras, que vienen de otras palabras. Las ideas son reformulaciones de otras ideas que son mezcla de otras ideas que son copias de otras ideas. Las letras se mezclan para formar sonidos que recuerdan a otras letras parecidas que llevan encerrados recuerdos de otras pronunciaciones. Cómo es posible que no haya gitanos con pecas. Y así lo que se ve, transformado en palabras, se mezcla con las que deberían explicar lo que se piensa pero éstas no son capaces de delimitar. Así vienen a mi cabeza sonidos, y yo aquí, pensando en ti, y los glaciares, claro, derritiéndose. Se funden poco a poco porque sería obsceno que lo hicieran de golpe; es la diferencia entre erotismo y lo que yo quiero. O lo que yo pienso que nosotros queremos. Sólo dos reglas sencillas, que busco y no encuentro, podrían cortar de raíz derivas y derrotas, naufragios y embarrancamientos y también el tiempo. Porque el problema es el tiempo, el que está pasando no, sino el que ya pasó y el que quiero que pase. Aunque la distancia, que es función de tiempos y velocidades, tampoco es un asunto menor. Porque se expande y tengo pruebas, como que cada vez tengo que acercar más la cara al libro, que la vista no me alcanza, o a los lunares de tu piel que se me escapan. Esto es cosa del tiempo, porque la velocidad es cosa de cerrar o abrir los ojos. He puesto un punto y coma y creo que está bien colocado, eso es poco frecuente, como que los notarios hagan testamentos a gente joven. Son cosas que pasan; pasa, por ejemplo que si me decidiera por elegir, de entre las varias que se me ocurren, una o dos reglas, iba a pensar mucho en las otras, como pienso en ti. Pensar, por ejemplo, que esas fotos de kodachrome tienen todas una veladura anaranjada de anuncio de Mirinda. Y eso está bien, con ése vestido de flores y detrás las rosas que ya no existen en la casa vacía arrastrándose por la verja oxidada, que antes era negra. Quizá podría poner una alarma para dejar de pensar. Pero no sé yo si no iba a ser peor. Si cada vez que sonara no me vendría a la cabeza un lunar, por ejemplo, que se desprende y se escurre, despacio, por tu escote. Un lunar al que yo miraría con cara de pasmo mientras se desliza entre tus tetas. Como la pelota de golf en un green, variando la trayectoria según las ondulaciones del terreno, esas ondulaciones que no sé calcular, sólo admirar, como tampoco sé porqué los números de las calculadoras no están por orden. El uno siempre está abajo. Y el lunar, en mi imaginación, sigue escurriéndose como una gota de café por tu piel de leche, tu tan dulce y amarga y yo tan cortado por no ser capaz de mirarte a los ojos y dejar de pasmar con tus pechos. Acabará, apuesto cien guineas contra las leyes de la física, buscando un pezón, el lunar viajero, mimetizándose con una de esas cookies. Porque las cosas no ocurren porque si. Los lunares, por seguir con el caso que me ocupa, se desprenden obedientes con el sonido de una alarma, aunque luego se muevan mimosos, tiritando como estrellas, y la mirada de este tu admirador que soy yo, viaje tras ellos, encelada turista sexual de las curvas de tu piel.