Un piano es un mueble al tiempo que un instrumento musical. Esto, que no ocurre para otros instrumentos ni para otros muebles, le da al piano un carácter peculiar, cuando menos. Así en las casas bien en las que entra un piano éste suele ser colocado en una sala grande, en un salón o en una galería. En una zona común, en todo caso, que facilite la interpretación y la exhibición. La casuística es, resulta notorio, enormemente variada. Por ejemplo una habitación trasera amplia, bien iluminada y ventilada en la que un piano de pared se sitúa contra la pared en la cual la luz entrante iluminará las partituras por la izquierda. Que en este caso el sol ilumine por la izquierda o la derecha cuando ambas manos bailan torpes o ágiles sobre las teclas es indiferente, pero todos, incluso los músicos, arrastramos esa costumbre heredada de la escritura. La estancia también podría ser una galería amplia, bien iluminada, pero fría en verano y excesivamente calurosa en invierno. Una galería de madera, orientada al sur, plena de cristales y en la cual la situación del piano a los efectos de tomar luz es indiferente. Quizá el intérprete pueda moverlo un poco a la derecha o a la izquierda, buscando la zona que más tiempo se halle a la sombra en las largas tardes de verano. En caso de duda basta retirar las alfombras y comparar las diferencias de color en el entablado. A más claridad en el suelo antes oculto por la gruesa gabbeh o la fina persa, mayor tiempo de insolación. En los salones, si son de grandes dimensiones, los pianos se sitúan en un extremo sobre todo si son de cola o de media cola. Prácticamente todos estos pianos son, hoy en día, lacados en negro aunque hay excepciones, siempre desgraciadas desde el punto de vista estético, que no musical. Las casas en las que la educación musical tiene raigambre y la riqueza se ha mantenido durante generaciones se distinguen rápidamente porque el piano tiene el color de la madera natural y se adivinan en él manos y manos de cera. Hay que decir que a un piano bien construido, mantenido y afinado poco le importa el color para sonar bien. Es a la vista del espectador y no pocas veces a la del ejecutante intérprete a quien molestan determinados acabados. El blanco, harto frecuente, es neciamente desagradable y resulta un claro impedimento para una interpretación sublime y el disfrute de la música. Rompe con la norma tradicional y constante mantenida por los músicos de vestirse de negro, sólido, neutro, a fin de dejar protagonismo a la música, o a ésta y los cantantes, y en su caso los actores, si se diese el caso. Nos desagrada porque diríase que quien posee un piano blanco desea que el instrumento obtenga una atención que no merece. El instrumento es un instrumento y si la pluma o el pincel no compiten con el texto o la pintura lo mismo es conveniente que ocurra con la música. Eso no empece que el piano, aun sobrio, sencillo y severo, no sea bello no sólo por la calidad de sus materiales. Los pequeños adornos, detalles y variaciones mínimas, de capricho, sobre la forma canónica son los que proporcionan al piano su armonía y belleza. Estos detalles, el entendido, el viajado, el connaisseur y el afinador, éste en ocasiones incluso con más criterio aún, los advierten en el primer instante. Entran en un domicilio, invitados u obligados por las circunstancias y basta un somero vistazo, al lugar en el que se sitúa, al resto de los muebles que lo rodean y demás objetos que de ordinario decoran la vivienda, para apreciar no sólo la calidad y belleza del instrumento sino cuánto de la vida de la casa gira a su alrededor y de su música. Un par de teclas pulsadas con indolencia, sin necesidad de sentarse, terminan de facilitar al improvisado investigador de las costumbres de ese domicilio de clase media alta los datos que necesita. Dónde está, cuántas cosas se han apoyado sobre él o a su alrededor. La altura de la silla, el grado de desgaste de los bordes de las partituras que hay a la vista, la dificultad de su ejecución y si están anotadas y en su caso por cuantas manos. Si el piano está afinado recientemente o ya le hace falta un repaso. O si simplemente permanece allí como mueble sin uso y sus cuerdas no dan notas, hacen ruidos. El pianista conocedor puede saber también, sólo con tocar algunas notas, la calidad del afinador y aproximar mucho su edad y por la de éste la de quienes interpretan. Las más agudas son especialmente difíciles de afinar y todo músico al envejecer pierde el oído empezando por los agudos. Un afinador de cincuenta años nunca dejará bien esas cuatro o cinco últimas notas. Un intérprete exigente de veinte años no aceptaría un afinador que dejase mal esas notas, algo que quien padece de la hipoacusia que acompaña a la edad no podría advertir.