La felicidad suele pillarme de improviso y sumirme en un estado de pasmo. Nunca estoy preparado para ella. Porque la felicidad, esa cosa que quizá tenga plumas, es un estado por definición difuso y misterioso. Solemos confundirla con la alegría y eso dice muy poco de nosotros. O lo explica todo sobre nosotros. La alegría es superficial y previsible y tiene mecanismos reconocibles. No tiene mayores complicaciones. Exige pequeños esfuerzos, tan pequeños que con no negarse a ella basta. Unas copas, una charla, un golpe de suerte, un deseo satisfecho o la promesa de su satisfacción. La alegría es leve, tontorrona, inocente, infantil en ocasiones. La alegría es zapatos nuevos, juerga con los amigos, invitación inesperada, que se equivoquen a tu favor dándote la vuelta o que te paguen lo que te deben. Otras veces ni siquiera tiene causa. Uno se levanta alegre y se pregunta en qué habré estado soñando. Sus causas son pequeñas y oblicuas, flores a los lados del camino, estrellas fugaces en el cielo. Puede incluso no tener ninguna. Por eso, por la levedad de sus causas, tampoco tiene efectos. Se consume y desaparece en un instante, se agota en si misma en el tiempo de una carcajada. La alegría es exterior y ocasional. Es un subidón con inmediata bajada. La felicidad es diferente porque su causa siempre es lejana, difusa y generalmente olvidada, pero enorme, constante e influyente. Una vez se produce no cabe obviarla, pretender que no somos felices o intentar ocultarlo. No se está feliz, se es feliz. Por el contrario sí se está alegre. La felicidad es siempre interior y generalmente casual, pero sólo por nuestra incapacidad de entendernos. Es tan difusa, y por alejada inmune a las circunstancias, que se puede ser feliz en la cárcel, en un entierro, a las puertas de la muerte o del juicio final. La mierda flota en la felicidad sin alterarla mucho, a lo sumo oscureciendo el día con los mismos efectos pasajeros que tiene la alegría. Tiene una lucidez que asombra, una serenidad que pasma y una falta de densidad que penetra e impregna todo. Por esa razón en esos instantes en los que, de pronto, soy consciente de la felicidad no sé cómo reaccionar, qué pensar o decir. Me asalta la certeza de la felicidad sobre la que alegrías y tristezas sobrevuelan y me distraen en el día a día y tengo que sentarme, noqueado por la evidencia. Una buena teoría ha de comprender la totalidad de los hechos y evitar innecesarias complicaciones; completa y sencilla. Sólo la estupidez explica el recurrente olvido de algo esencial y el pasmo del redescubrimiento de lo evidente.