La infancia es la patria de un hombre, dicen que alguien dijo. Y con esas frases nos vamos conformando, en los dos sentidos de la palabra. Nos construimos y resignamos. Y el resto de la vida consiste, más o menos, en traicionar a la patria, lo que viene siendo una vileza. Hay quien lo hace dándole la importancia que no tiene y quien lo intenta negándola, como si pudiera huir de ella.
Para condenarnos por felones están esas fotos en kodachrome que inesperadamente reaparecen de cuando en cuando. Son la prueba que acaba con la presunta inocencia de la infancia. Éramos tontos y torpes, desmañados e ignorantes. Al mirarlas uno percibe en el ambiente, no ya en las figuras, una pobreza de espíritu que disimulamos con risas nerviosas. La imposibilidad actual de nuestro pasado se nos hace evidente.
Hace unos días me mandaron un mail con las fotografías de una excursión a Benidorm en tercero de BUP. Todas están borrosas y tienen un aire fantasmal, los escenarios me son completamente ajenos, a alguna cara le pongo nombre dudoso y las demás sólo me resultan vagamente conocidas. Pero allí, en medio de esa gente con sonrisas serísimas, estoy yo. Las repaso y pienso en un montaje. Parecen las vacaciones en el Mar Negro de los alumnos de ingeniería de una universidad soviética en los 60.
Tenemos todos una seriedad que se explica tanto por el precio de los carretes de 12 instantáneas y su revelado como por la trascendencia del rito iniciático del viaje. Así se entraba en la adultez: nos llevaban en pequeñas manadas a hoteles de medio pelo a cogerle el gusto a la libertad vigilada, el alcohol de garrafón y la fotopose de gañan. En definitiva, al mundo tal y como era.
Lo peor del pasado es siempre la ropa. Uno se ve disfrazado porque, en realidad, el pasado es el tiempo del disfraz. Hasta el punto que te reconoces más en las de carnaval que en las de fiesta. La ropa en el pasado era horrible y nos sentaba fatal. Y nos duele vernos tan equivocados, tan contentos y, lo que es peor, sonriendo satisfechos. Por suerte las tonterías que pensábamos, las convicciones que nos movían, las pasiones que nos cegaban, igual de ridículas o más, no salen en las fotos.
Para estas cosas están las madres, para intentar que uno no se arrepienta de su pasado, pero no les hacemos caso. Estuve mucho tiempo enfadado porque no pude comprar unos vaqueros acampanados, botas camperas de tacón cubano y chamarra de cuero tipo McCloud, aquel Ránger de Texas que cabalgaba por Manhattan. Nunca fui de seguir modas, pero en aquella ocasión me dio fuerte, y tropecé con un no grande e inamovible; un no completo y definitivo. Aún hoy, con la perspectiva que da el mucho tiempo, que todo lo relativiza, tampoco me perdonaría tener fotografías así vestido.
En esas fotos vergonzantes salimos en terrazas mirando a la cámara con la seriedad y el vestuario de el Vaquilla en el photocall de la première de Deprisa, Deprisa. Abundan unas cazadoras blancas y negras con raya horizontal de color chillón que podía haberse puesto Nacho Dogan y pantalones blancos de los Chichos para ellos y faldas largas de Mocedades para ellas. Cosas del pasado que es muy cabrón y de nuestra falta absoluta de sentido estético. Me da vértigo imaginar de qué hablábamos vistiendo así.
Soy muy traidor a mi pasado, quizá porque me esfuerzo en ser fiel a quien soy en cada momento, aunque no tenga ni idea de qué coño puede querer significar esto, más allá de una elaborada justificación de la vergüenza que me hacen sentir estas cosas.