Dicen que cada cinco minutos pasa un bus y cada menos una mujer, pero nadie dice que cada cinco pasos hay un bar donde beber con una mujer. Con estas densidades y frecuencias, aunque seas un pardillo, a cierta edad conoces ya unos cuantos bares y mujeres.
Cada generación tiene los suyos y pasa el tiempo, desaparecen, y acaba echándolos de menos. Pero siempre hay unos cuantos inadaptados que directamente añoramos los de la anterior, o la anterior más. Los que de puro antisocial, huyendo, acabamos apuntados a modas que no existen o revivals que no vendrán.
En aquellos años todos estábamos en la onda, al loro, a la última. Era una época de conciertos de madrugada, grupos sin disco, cabarets con espectáculo, cine en VOS, garrafón en cada garito y churrerías al amanecer. Todo muy moderno y rápido y superficial y lo importante era la idea y no la calidad. Eran malos tiempos para la lírica y peores para fijar recuerdos.
Huyendo, frecuentaba uno llamado El Avión, o quizá El Aviador, que era la entrada a un pasado atemporal. La puerta tenía un enorme tirador de bronce y tras ella unas cortinas de terciopelo daban paso al salón. A un lado, detrás de la barra, la pared cubierta por un enorme mueble para las bebidas de madera oscura y espejo. En la opuesta un banco corrido de cuero negro con mesas de mármol. Al fondo, sobre una tarima, un piano de pared. Del techo colgaba un modelo del Plus Ultra de Ramón Franco a una escala cercana al 1:1.
Pero la puerta se atascaba, el terciopelo estaba tieso de mugre, el suelo era adhesivo, la barra sucia y el cuero estaba viejo, cuarteado y desfondado. Las lámparas, con sólo la mitad de las bombillas, parecían a la espera un ataque aéreo. Al hidroavión le habían cagado tantas moscas que las alas pandeaban, como soportando malos vientos atlánticos. Flotaba un olor a estraperlo de chocolate, penicilina y tabaco, pero quizá sólo era sudor y lejía. Con certeza era el bar más decadente y oscuro en cientos de kilómetros. Entrar desde los ‘80 a aquel bar de los ‘20 era aterrizar en un tugurio berlinés justo tras la caída del Reich.
Lo atendía un individuo gordo, alto y con coleta, siempre de peor humor que tú, llegases como llegases. Daba garrafón sin disimulo, lo cual es de agradecer, en enormes vasos de plástico de medio litro y si se acababa el hielo simplemente no había más y arreando. Como atención a la clientela entregaba un vaso de pipas saladas. Las sacaba con un movimiento en tres fases, hombro, codo, muñeca, de un saco de tamaño monstruoso que mantenía a su lado. Nunca vi tantas pipas juntas ni creo que vuelva a verlas.
La parroquia de aquel antro era variada aunque inevitablemente escasa a pesar de los precios. Algunos tipos solitarios leyendo ediciones de bolsillo o garabateando cuadernos, un par de parejas en las que ambos tenían pinta de depresivos y un número indeterminado de alcohólicos de edades diversas. Me gustaba imaginarles un pasado con un futuro prometedor truncado por una pena de amor. Eran de esos tipos raros que parecen deficientes pero te entra la duda porque también podrían ser de los que prevén un mate en seis jugadas o distinguen de un vistazo a un cátaro de un albigense. Nunca supe nada de ellos, ni siquiera si empezaban allí la noche, la acababan o eran de plantilla y dormían en el suelo. Solían estar cuando yo llegaba y seguían a lo suyo al irme.
Sobre las diez entraba cojeando un anciano enjuto, alto y encorvado, con traje negro, camisa blanca y corbata aflojada. Iba directo al piano haciendo chasquear las toneladas de cáscaras que ya tapizaban el suelo, se sentaba y procedía a rascarse los huevos durante unos instantes. Acabada la operación empezaba a tocar enlazando sevillanas con jazz y valses con boleros. Fumaba constantemente y se las arreglaba para llevarse el cigarro a la boca y volverlo al cenicero sin perder la melodía ni el ritmo. A veces el malhumorado le llevaba una copa en un vaso de cristal. Rodeado de su propio humo parecía un miembro olvidado del Rat Pack. Y así hasta el amanecer.
Le tenía afecto aunque nunca hablé con él. Me gustaba mirar sus manos viejas recorrer las teclas pasando de una melodía a otra y por el medio el cigarrillo y la copa y los ojos entornados. Se notaba que había vivido más que todos los asiduos de aquel antro. Un día dejó de ir y a la semana pregunté por él. Se llamaba Alfredo o Amador o Antonio y estaba enfermo en el hospital, quizá para no volver. Y no se rascaba los huevos, tenía una pierna ortopédica que aflojaba al sentarse a tocar. Nunca más volví por allí.