Pasamos tantos años en el colegio que tomamos cariño al pupitre mugroso, al profesor malencarado y a las horas grises pensando en las musarañas. Así que, nostálgicos, lo sustituimos por una mesa coja, un camarero antipático y un gintonic de garrafón mirando un techo gris. A los vagos perder el tiempo nos engancha como una droga y mejor que un aula sólo un bar, su prolongación natural, escuela de la vida. Es un cambio en el que salimos ganando por las tapas, aunque sean cacahuetes resecos.