Mis relaciones con las mujeres acaban cuando ellas me dejan, excepto la primera, que la dejé yo, pero fue un caso excepcional. Quizá hasta me traumatizó.
El colegio era mixto pero no mezclado. Ellas entraban y salían una hora antes y los recreos no coincidían. Teníamos menos oportunidades de vernos allí que de casualidad en la calle, donde nos reconocíamos por el uniforme. En este compartir instalaciones a distintos horarios estábamos un servidor y dos hermanas a las que les decíamos las gemelas, Sara y Clara.
Sara y Clara no podían ser gemelas. Habían nacido el mismo día y tenían los mismos padres, pero con seguridad esa familia ocultaba un secreto vergonzoso. Una era alta, esbelta, trigueña, de ojos verdes, labios finos, locuaz y de gesto soberbio. La otra era más baja, más rellena, de piel morena, ojos oscuros y dulces, tímida y de sonrisa encantadora. Nadie diría que eran hermanas y menos gemelas. Hoy un análisis de ADN demostraría una infidelidad y destaparía otro de esos extraños casos en los que un bebé es negro y otro pelirrojo. Con seguridad el parecido de los nombres pretendía obviar las evidentes diferencias.
Teníamos unos trece años, así que el asunto del amor era territorio inexplorado. A mi me gustaba, como a todos, la alta de ojos verdes y sabiendo ella el efecto que nos causaba, actuaba en consecuencia. Lo cierto es que hasta el uniforme, pensado para disimular cualquier atractivo, le sentaba de miedo. Para llegar a ella había que sortear dos inconvenientes, los horarios incompatibles y separarla de su hermana, porque las adolescentes van siempre juntas y si son gemelas aun más. Especialmente éstas, porque la otra seguía ciegamente a la una. Estos intereses y cavilaciones que me traían a mal traer debían de percibirse porque una amiga mucho mayor me interrogó sobre el tema y le conté.
Desconozco por qué medios, pero me consiguió una cita; mi oportunidad para explicarle mis sentimientos e invitarla a ser novios. Puede parecer horrible lo de usar celestinas para estas cosas, pero hay que verse en el caso para opinar con fundamento.
Un sábado de junio mucho antes de las cuatro me presenté en el lugar de la cita preparado para todo: un plantón, un no e incluso un desprecio. Tiendo a pesimista y, como hacen los mercados, llevaba descontado el peor escenario. Así de preparado iba. Por eso cuando vi aparecer a la morena al otro extremo de la plaza supe que me hacían llegar el no por mensajero. Era lógico, hecha la invitación a través de un tercero, que la negativa viniese por la misma vía. Pero de pronto me asaltó la certeza de que la morena era mi cita. Algo vi en su cara, o en su forma de andar o de arreglarse.
Para aquello no estaba preparado, nadie podía estarlo. Quizá mencioné mal el nombre a la celestina, o ella entendió mal, o yo no sabía cuál era Sara y cuál Clara. La plaza de pronto se hizo enorme, o diminuta, o quise escaparme, o morirme. O quizá hasta morí allí mismo, en aquel instante. No lo recuerdo porque todo se volvió borroso.
Hice lo único que se podía hacer. Lo que había preparado para Sara o Clara se lo conté a Clara o Sara. Con trece años inexpertos y ese susto en el cuerpo no mearme y llorar allí mismo me estaba pareciendo una reacción muy madura. Mi hablar entrecortado y balbuceante quizá hasta le dio un toque de sinceridad al discurso reciclado. Mientras hablaba sólo deseaba recibir un no con toda la intensidad con la que se puede desear algo, pero dijo que si. Perdí la fe en ese Dios que no atiende a las plegarias y descreído, continuando con el plan previsto, porque no hay plan B para lo impensable, marchamos al cine, charlando. Era encantadora, como aparentaba, y fuimos torpes y tímidos y tontos y remilgados. Mientras volvíamos en una calle vacía nos cogimos la mano y quedamos para otro día. Era lo que procedía.
Por dentro me sentía fatal. Era un mentiroso, la estaba engañando, y el esfuerzo de no decir su nombre y que todo se descubriera suponía una tensión insoportable. En realidad sólo yo conocía la farsa; ni ella, ni su hermana, ni la celestina tenían idea, pero hasta la siguiente cita pasó una semana eterna con la sensación de que se iban a enterar en cualquier instante. A mis negros pensamientos no le vino nada bien el revuelo adolescente que se formó con aquel emparejamiento que para todos resultó inesperado e inexplicable.
El siguiente sábado ella dejó entrever que estaba triste; su hermana se había enfadado porque salíamos juntos. No recuerdo cómo lo mencionó, ni en qué momento, ni qué pretendía con ello, pero supe que mi estupidez había roto el hilo de los acontecimientos desencadenado una tragedia. El universo tenía un plan, yo lo había estropeado con mi falta de atención y las consecuencias trascendían. Me gustaba la trigueña, yo a ella le valía, todos lo sabían y esperaban que las cosas sucedieran en consecuencia. Y entonces yo dije Clara, o Sara, y el futuro que todos esperábamos colapsó. Salir con Sara o Clara había roto el equilibrio entre ellas, que no eran ni hermanas, y su hermana se lo estaba haciendo pagar y se lo haría pagar más.
Imaginaba a Cenicienta llegando a palacio y recibiendo la noticia. Mira, va a ser que no, que lo sentimos mucho, que hubo un error al escribir el nombre, que la invitada es tu hermanastra. No fui capaz de imaginar una salida que no acabara en tragedia. Así que en la tercera cita hice por no fijar la siguiente y de inmediato llegó salvador el verano, perdimos contacto y respiré.
En septiembre Sara y Clara no volvieron al colegio y aún ahora pienso que algo trágico ocurrió en esa familia. Las imagino reconstruyendo su relación de hermanas tras una vida de rencores y desencuentros, con un padre ausente y una madre alcohólica. Todo por mi torpeza. De no haberme equivocado en aquel nombre la trigueña me habría dejado, como todas me dejan, en unas semanas y nos habríamos evitado esas nefastas consecuencias.
Hoy todo sigue igual. Cada vez que digo lo que quiero o no me expreso o no me entienden, o algo se interpone que provoca ese desajuste. Así, a mi paso, se van desatando pequeñas tragedias, todas posibles aunque impensables. Soy el tipo que altera constantemente, por estupidez y para peor, el curso del destino. Cuidao.