Leyendo aprendí que todos los libros son de autoayuda y que pronto empiezan a sobrar. Que a cierta edad no se debe leer más, como no se deben hacer nuevos amigos. Que a la mayoría hay que olvidarlos, a unos y a otros. Que los únicos que valen la pena, amigos y libros, son los peligrosos, los que merecen arder en la hoguera. Que hay quien nace sabiendo que la felicidad tiene un algo de falso, de cuento infantil, de guión de comedia. Que los tristes sobreactúan buscándose. Que los ordenados se temen más a sí mismos que al mundo. Que los caóticos confían con soberbia en su buena memoria. Que los mentirosos aprovechan al límite las posibilidades del lenguaje usando inconscientes los recursos de los escritores. Que el autoengaño convierte el agua en vino, que son los envidiosos los únicos que se libran de ese mal y que los orgullosos viven embriagados. Que la humildad es soberbia kitsch. Que los apasionados son moscas golpeándose contra cristales y los desapasionados sólo unos iracundos perezosos.
Por eso unos libros los aparto y ordeno por colores y otros, los que deberían ser quemados, se van juntando ellos solos por afinidad de lo que dicen. Con estos formo una pirámide y desde arriba veo que el único camino que vale la pena es el de vuelta y que es cuesta abajo. Que somos mamíferos con ínfulas que secretamos ideas y trepamos por ellas. En cuanto desande todo ese camino haré una pira en la cual quemar los otros libros, los que no merecen la hoguera. Los complacientes, los redundantes, los prudentes, los inocuos, los respetuosos y los canónicos.
Aventadas las cenizas haré una lista, necesariamente corta, de individuos que saben cosas que no vienen en los libros. Gente lejana, desencantada y afín. Gente en el camino de descenso de su propia pirámide.