Sin saber lo que quiero lo deseo, y así todo. Y es que el síndrome de Eva empieza en las neuronas que se tocan promiscuas quién sabe por qué y acaba en el alma que es un vertedero de mil estímulos. Somos un poco gilipollas y queremos la inocencia pero sabiendo lo que sabemos y no hay modo. Y es que olvidamos que de la inocencia ya huimos, como Eva en su día. No recordamos que su insoportable ñoñez, su mansa ignorancia y aplicada levedad nos enervaba. No recordamos que, debidamente instruidos, le llamábamos hedor a lo que nos atraía y alteraba de verdad: lo oscuro, viscoso e intenso. Pero reconocernos que de la inmaculada lo que nos pone es la mancha, que el único atractivo de la inocencia es su pérdida y que del paraíso la puerta buena es la de salida nos parece que es, vaya por dios, renunciar a la pasión. Nada más incierto, porque antes del deseo apasionado lo único que hay son ilusiones, deseos de segunda mano para zombies de pureza celestial.
Me miras y se me disparan los subjuntivos y formulo subconsciente arriesgadas hipótesis. Y siento en mi vertedero un revuelo de gaviotas que chillan anticipando un convite. Y si son blancas, como las palomas, no son inocentes ni tienen una pluma de tontas, y se lo huelen. Si les preguntaras qué quieren dirían, como yo, que lo quieren todo.