Con esto del hiato, del encierro y la parálisis de la actividad y del comercio en la noche el silencio es apabullante. Cuando los pájaros se meten en cama queda el mundo al aire del ruido que el viento tenga a bien hacer, es decir, estos días poco. Si aguza uno el oído y aguanta la respiración se pueden sentir, más que oír las pisadas de los grillos tempraneros, de las luciérnagas que ahora van de luto y las pasadas rasas de los murciélagos. Estos, dueños del aire de las noches, vuelan sin aletear, o al menos no hacen tal ruido. No hacen ninguno. Pasan planeando y cambiando de dirección como las golondrinas, como aviones de entrenamiento, pequeños, ágiles, ligeros. A veces, creo yo, pasa algún ángel. Los ángeles, contra lo que se lleva diciendo de siempre, tienen seis alas, al menos los serafines. Los serafines forman el primer coro de espíritus celestiales. Ellos, en unión de los querubines y los tronos, forman la primera jerarquía, lo cual quiere decir que son los únicos que ven directamente a Dios. Los demás nos conformamos con metáforas y cosas así. Con las pinturas de Fray Angélico, del Greco y otros visionarios. Los Serafines los pinta todo el mundo con dos alas y calmados, seráficos y miríficos, pero eso está mal. Los Serafines tienen seis alas y esto lo dice Isaias 6-2. Con dos alas cubren el rostro, con otras dos cubren sus pies y con las otras dos vuelan. Esta verdad se silencia y no encuentro así de primeras razón que lo justifique. Podría ser porque las arañas tienen seis patas y, en general, dan mucho asco. Pero si bien pensamos es quedarse en la superficie, porque los ángeles, lo dice Isaías, tienen pies así que contarían con ocho extremidades, como los pulpos. Soy aquí prudente y dado que el profeta no lo menciona no doy por hecho que tengan manos o brazos. Echando mano de otras fuentes podría entenderse que sí. Cunqueiro cuenta la historia de una monja bávara, de la que no da nombre, que repartía caridad a los pobres a la puerta de su convento y que, ya mayor y cansada, era auxiliada por su ángel guardián. El ángel, según Cunqueiro, que no aclara lo del número de alas, le ayudaba entregando a los menesterosos que hacían cola sin respetar el distanciamiento social sopa caliente, pan (que supongo negro y duro), vino, mantas y ropas que aliviaran su sufrimiento. Eso, creo yo, presupone tener manos. El ángel de la monja bávara, que isisto no sabemos si era un serafín de esos que ven a Dios, o un ángel menor, de segunda o tercera categoría, a lo único que se negaba en redondo era a entregar dinero a los pobres. Esto, si no lo sabes, choca. Los ángeles no tocan el dinero porque aún andan por el mundo, de mano en mano, las treinta monedas de Judas y corren el riesgo de cogerlas inadvertidamente. Las treinta monedas y todos los intereses desde entonces, que son una burrada porque dónde va eso. A los ángeles no es que el dinero les repugne en sí mismo, sino que lo mismo dan con el que no es, que quién sabe. Es precaución. Los ángeles son también los encargados de dar los mensajes de Dios. A veces jodidos. Cuenta Voltaire en su Diccionario Filosófico que los sirios, de los que habla constantemente, -es un pesao-, creían que el Hombre y la Mujer fueron creados en el cuarto cielo y comían ambrosía. Un día les dio por comer galletas y, si los residuos de la ambrosía los exhalaban por los poros de la piel, la galleta hubieron de cagarla. El Hombre y la Mujer preguntaron a un ángel que pasaba por allí que por favor, disculpe, que dónde están los baños y el ángel, oliéndose la tostada, les indicó un planeta azul y lejano, la Tierra. Aquel, dijo, es el retrete del Universo, corred. Desde entonces la Tierra, nuestro mundo, es así.
¡ Como me gusta ! Como siempre, claro.
Y yo creía que conocía bien a Voltaire, pero resulta que esa historia no la recordaba para nada. Así que voy a ir corriendo a mi kindle, a ver si tienen el Diccionario Filosófico de los Sirios, y si lo tienen, me lo compro. Que, con ese título, es muy posible que lo hubiera descartado en su momento, pensando que me iba a resultar muy abstruso, pero veo que no. Que Voltaire siempre es Voltaire. Por mucho que contasen en alguno de los libros píos de mi juventud ultracatólica, que en vez de morir protestando y blasfemando como yo había creído hasta entonces, murió «como un santo, bla bla,bla «, ( cosa que me chafó tanto, que, aunque sigo teniéndolo en mis anaqueles, hacía años que sólo leía el Zadig ).