Me chiva quien de esto sabe que la novia de Froilán, ese mismo, que no hay otro, se saltó la cuarentena para irse a casa de una amiga a celebrar un cumpleaños. La moza, ejerciendo de su edad, se entretuvo en emitir el video del asunto en directo por alguna de esas plataformas –lo que viene siendo hacer un estrimin con el esmárfono– para solaz de amigos y conocidos. Lo mollar es que Victoria Federica, esa misma, suponemos que desde su casa, llamó a su cuñada wannabe “borderline” en el chat en directo. Esto no es más que una anécdota pero creo yo que lo de llamarse Victoria Federica tiene mucho que ver. Es sabido que el nombre, si no nos condiciona la vida con tanta contundencia como lo hace el signo del zodíaco o haber nacido en el año de la rata, sí que manifiesta de modo evidente las expectativas de los papás. Y los papás condicionan. Yo creo que si te llamas Victoria Federica, quieraslo o no, acabas siendo una persona de orden. Victoria Federica es un nombre que impone y, si lo repite uno cerrando los ojos, se imagina uno a una seria y seca princesa austrohúngara, con uno de esos moños que encima llevan otro moño o, en el mejor de los casos, a la abuela de Dowton Abbey. Llamándose Victoria Federica la niña, la muchacha, ha de salir protocolaria y diplomática, aunque hasta cierto punto, porque todos tenemos un límite a partir del cual te dejas ir y te sale un pronto. Creo que fue Zita, emperatriz, quien en una entrevista al ser preguntada sobre las enormes ventajas de hablar diez idiomas contestó que eso conlleva la responsabilidad de saber callarte en diez idiomas. Asunto que, ya vemos en este caso, es cuestión compleja. Victoria Federica supo callarse la indignación en castellano y posiblemente también en francés pero no en inglés. Se le escapó porque el nombre que lleva conlleva ciertas obligaciones y en ocasiones, por supuesto, el derecho a ciertos exabruptos que, si bien colocados, no quitan sino añaden. Redondean.
El nombre, sostengo, es relevante y hay quienes, algunos, se empeñan en marcar a sus hijos con nombres que pesan como losas, que son poco menos que un tatuaje en la cara que de nacimiento te define como de la Salvatrucha o la Dieciocho. Sin caer los extremos de Cojonciano Alba, que además llevaba ese nombre por una apuesta, Pito Tiñoso o Tesifonte Ovejero, sí es cierto que hay gente con nombres tan pesados que su vida es un esfuerzo por rellenarlo. Llamarse, por ejemplo, Porfirio Rubirosa o Tello Zurro o Ada Colau o Espartaco Santoni, es un peso que los padres, inconscientes o malvados, echaron a cuestas de los pobres críos. Me recuerdan, esos pobres desdichados, al caballero Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, quien de puro exceso de nombre existía buscando una razón de hacerlo Creyó encontrarla en Sofronia, pero no. Y dejó de hacerlo. En todos los que tienen un nombre excesivo veo yo un ansia especial por rellenar la cáscara vacía que somos, un relleno que, como el de los cojines, da un poco igual porque los demás verán siempre sólo la funda, como sólo veían el yelmo los compañeros de Agilulfo. Espartaco Santoni es un poco nombre de cantamañanas, Porfirio Rubirosa de pijo canijo jugador de polo y Tello Zurro de hombre triste, Y así los recordamos, pese a sus logros o hazañas. Si hago un esfuerzo y evoco la voz de Tello en el telediario siento que el mundo a mi alrededor se vuelve blanco y negro, y además llueve.
En estas iba cavilando cuando volví a pasar por los membrillos y recordé que dije yo el otro día que “Lo imagina uno jugoso, tierno y leve, con la blandura de un pecho, y en realidad es sólido y pesado”. Le he dado vueltas al asunto y merodeando por internet he llegado al convencimiento de que hay un algo cultural, y aún diría más, sensorial, en el asunto del membrillo que me distancia de los griegos y de los filólogos traductores que los traen a los que no entendemos ni papa. Con la inestimable ayuda de Google he descubierto que en la poesía galante, la erótica y la directamente guarra de los griegos clásicos a las tetas las llaman membrillos – μηλα κυδώνια-. Y que al castellano esos membrillos se traducen de ordinario, más veces de las que quisiéramos, como manzanas. No sé yo. Membrillos, a la vista, vale; manzanas, me cae muy lejos.
Pasados los membrillos llego al manzano que está al lado del pozo. El manzano está viejo y cansado. Da en grandes cantidades unos frutos pequeños y tristes, ácidos; ni los gusanos los muerden. El manzano, este manzano, tiene una tendencia a abalanzarse contra el cierre, una querencia al sol del sur, un dejarse caer al sol. No es, quiero aclararlo, a costa de despreciar la verticalidad, que en todo tiempo mantiene, como una princesa húngara. Ese movimiento leve pero contínuo de sus ramas mayores lleva a pensar que huye de algo al incomprensiblemente lento ritmo vegetal, ese ajetreo imperceptible al humano, que pasa una y otra vez ante él dando vueltas inútiles. Los árboles tienen deseos más simples que nosotros, pero nos exceden en empeño y perseverancia. Bajo el manzano crecen desde hace unos años, también obstinadamente, ajetes. La razón de ello se me escapa. Nadie, que yo sepa, ha plantado cebollinos, ni cerca en el tiempo ni en el más remoto pasado. Nacen en manojillos densos separados un metro o dos entre ellos. Cuando pasas la segadora queda en el ambiento un olor a revuelto que, si no sopla el aire, persiste durante horas. Los topos, esos bichos subterráneos de pelo finísimo y denso y manitas lampiñas de bebé, nunca visitan esa zona, y me gusta pensar que el ajo les repite, y más por las noches, que es cuando ellos cavan. Al menos a mi me pasa. Me han dicho que seguramente es por las vibraciones del motor que sube el agua, a las que son especialmente sensibles, pero prefiero mi prosopopeya e imaginarlos torciendo su nariz larga al percibir el olor a revuelto.
A todos nos llega un instante en la vida en el que, de pronto, tomamos conciencia del nombre. Por arbitrario y previo uno no nace siendo su nombre, sino que a partir de un instante de consciencia, intenta serlo. Lo vistes como puedes, intentado llenarlo, sabiendo que cargarás con él, como los perros con su chapa, hasta el día que te mueras y aun después lo pintarán en la lápida de tu tumba.
Debiéramos dejar el nombre de las criaturas en entredicho, hasta que tengan conocimiento… que se yo, a los cincuenta, o sesenta años, según las condiciones y cadaunadas, para que así pudieran autodenominarse de modo significativo y acorde, no con las expectativas de los padres, sino conforme su voluntad y logros. Algo tipo Felicísimo, Amable, Formal, Abnegado, Limpiuco, Apto, Magano… Y para las mujeres Pacífica, GuapadeJoven, Molona, Resignada, Luminosa…
Conocí a uno que se llamaba Segundo. Y es que habían nacido trillizos y el era el Segundo, y sus hermanos Primo y Tercio. Se llevaban fatal. Numerar a los hijos y que el nombre lo elijan ellos despues parece buena idea pero el único experimento que conozco salió mal. 😉
Pues a mí, al nacer, me pusieron María, de la Natividad, Antonia, Marcela, de la Santísima Trinidad. Por ver si se portaban bien conmigo algunos tíos viejos y ricos. Que nada.
Pero siempre me llamaron María. Cuando tuve que examinarme de Ingreso de bachillerato por libre, con 9 años, la profesora me apuntó con todos mis nombres. Y cuando me llamaron para subir al estrado, el examinador soltó un ¡ Natividad Maestre ! , y claro, yo no me enteraba, y me tuvo que venir a avisar la seño… Que luego en casa se llevó un rapapolvo, pero en mi boletín escolar de entonces, me llaman Natividad, y todo lo demás. En cuanto crecí , lo arreglé, y ya figuro como María, a secas, en el DNI, y en todas partes.
Claro que, en mi infancia y adolescencia, cuando decía que me llamaba María , me solían replicar con mucha guasita ; «nombre de galleta «