He leído con retraso imperdonable a Procuro en su blog. Habló antes que yo de Perec. Esa coincidencia no puede ser casualidad, tiene que significar algo: que ambos somos de un signo de fuego, del mismo año chino del dragón o que tenemos el mismo modelo de router wifi y los chakras se nos han alineado por influjo de las ondas magnéticas. A las cosas hay que buscarles sentido porque de otro modo se te atrofian los miolos. Hay quien acepta el mundo tal y como parece ser, absurdo, caótico y sin sentido y hay quien, por el contrario le busca sentido. El sentido es músculo y la aceptación del azar, el encomendarse a la divina providencia, sólo grasa que pesa, entorpece y abotarga. Así que algo habrá en ese caer casi al unísono en el recuerdo del francés, ese hombre grande de barba desgarbada y sonrisa adolescente.
Perec ponía mucha atención en los detalles y la exhaustividad, pero no como un naturalista decimonónico, no como Blasco Ibáñez, que lo dejabas suelto y te largaba doce páginas sobre cómo el sol se filtra entre las hojas de los plátanos que bordean el camino, el trino de los pájaros a tempo con el trote del caballo y el sonido de las ruedas de la calesa y el baile de los granos de polen en el aire leve de una tarde de verano. Estoy seguro de que los alemanes, más prácticos, tienen para esas doce páginas una palabra con sólo dos vocales y casi todas las consonantes. Perec trabajó durante años como bibliotecario en un centro de investigación médica y, aunque seguramente ya nació obsesivo y minucioso y posiblemente algo neurótico, con certeza esa manía de describir, clasificar, catalogar casi linneana le viene de poner orden en los papeles de los médicos. Perec describe, identifica, cuenta y ordena, en su escritorio y en sus textos, las grapas, las gomas de borrar, los lapiceros y los clips. Ordena la vida rebuscando en las casas, en las habitaciones de las casas, en los cajones de los escritorios y en las cajas que hay en los cajones. A eso le llama La Vida: Instrucciones de Uso y se queda más ancho que un ocho porque si no sabe intuye que tiene razón.
Otro que se recrea en los silencios, los detalles, las minucias, el movimiento levísimo de las cosas y el tiempo detenido es Nicholson Baker. Su primer libro transcurre en el tiempo de un viaje en ascensor. NB podría hablar durante horas, si necesario fuera, de la temperatura de una habitación, la de un biberón, el sonido de una cerilla al encenderse o el encaje de unas bragas. NB sufre, ay, de la misma bibliotecomanía de Perec. NB lidera una cruzada en la que, pienso yo, además de ser paladín es el único miembro activo cuyo fin es preservar los millones de libros que las bibliotecas americanas destruyen cada año a favor del microfilm. NB no cree en los píxeles parpadeantes en las pantallas de los pecés sino en los dibujillos de tinta en la pasta de árbol astutamente elaborada que forma los libros. Libros ordenados por materias, temas, autores en largos estantes. En Perec y MB a las cosas no hay que ponerles mucha poesía, la tienen si las identificas y ordenas, si te detienes a mirar, escuchar, oler.
Creo que estos días de encierro, por buscarle sentido a algo que seguramente no lo tiene, nos han hecho, no están haciendo, más sensibles a las minucias, a las costumbres de los caracoles, al ruido de las cerillas al prenderse, al color exacto de las gomas de borrar, a la importancia de una flor o el número de folios que quedan en el montón vecino a la impresora. Yo hace unos días que he advertido que una de las minucias de este hiato es que paseo por casa con los bolsillos vacíos. Normalmente llevo en los bolsillos muchas cosas y no era plenamente consciente de ello.
Siempre iba conmigo, ahora en el hiato ya no, un llavero de bronce con forma de elipse, esa figura geométrica con dos focos, que lleva grabado en el anverso la leyenda “OWNER” y el logo de Rolls con dos RR mayúsculas. Mide 6,5 cms su eje mayor y 3,5 cms el menor. De su anilla, que no es la original porque en algún momento se me quedó pequeña, cuelgan once llaves, tres de ellas de seguridad, de esas con muchas acanaladuras y avellanados, que abren las puertas de la casa de mi padre, de la de mi hermano y del despacho. Una de las otras destaca por tener un largo extra y restos de pintura de color morado, amarillo y naranja y que abre la puerta de mi casa por la que nunca entro. Hay otra, exactamente igual pero sin rastros de color, que abre exactamente la misma puerta. Efectivamente, como los viejos que llevan en la cartera el DNI y una fotocopia llevo en el bolsillo dos ejemplares de las llaves de casa en el mismo llavero. No tengo ni idea de por qué. Otra destaca por ser mucho menor que las demás y abre el buzón del trabajo; tiene la cabeza redonda y sólo otras dos comparten esa característica, la del portal del despacho y otra, muy vieja y con rastros de óxido a la cual llevo mirando un rato y no consigo recordar qué puerta abre ni porqué está ahí. Las demás tienen todas ellas la cabeza poligonal. De las once llaves cinco abren puertas a la calle, cuatro abren puertas que dan a un descansillo o zaguán, una al buzón y otra ns/nc. La más vieja pero una de las que mejor se conservan, es la de la casa de mi hermano y la más moderna de la casa de mi padre, que cambiamos la cerradura no hace mucho, menos de un año. Esta, que es la menos ajada, tiene un brillo de novedad que tras su muerte me resulta un poco desagradable y es la única que abre a un sitio al que no me apetece ir, lleno aún de sus recuerdos y los míos. Todo el conjunto, salvo las excepciones mencionadas, tiene un aire desgastado, usado, con muchas rayaduras, como esas herramientas de los carpinteros que a simple vista se advierte que llevan años y años de trabajo y aún son útiles. Mirándolo, aquí sobre la mesa a mi lado, puedo evocar perfectamente el peso y el sonido de cada una de las puertas que abren esas llaves, si lo hacen a izquierda o derecha, hacia adentro o hacia fuera, la sensación y el olor de cada uno de los espacios privados a los que con ellas accedo, la luz y los colores de los portales, zaguanes y recibidores y a quienes viven o ya no viven en ellos. El llavero lo compré en 1980 en Carnaby Street y nunca he dejado de usarlo así que puedo presumir que en cuarenta años no he perdido nunca las llaves. Cuando alguien insinúa que soy descuidado u olvidadizo meto la mano en el bolsillo, el dedo índice por la anilla y acaricio el conjunto con el pulgar. Hoy, encerrado en la intimidad del hiato no me siento tan encerrado porque puedo viajar por todos esos otros espacios también íntimos simplemente mirando el manojo de llaves.
Quedo cavilando, porque descuidar el sentido y abandonarse al azar es grasa, qué dice de mí lo de llevar una llave que no sé que abre y dos de casa, de una puerta por la que nunca entro. Arriba los corazones.