La Princesa, sentada, esperó la epifanía de su media naranja más allá de lo sensato, más allá del instante en que apareció la primera piel de naranja por encima de la media, justo bajo el culo sentado en su trono imaginado. Es su síndrome, el de quien desespera esperando que se disuelva el de Peter Pan como azúcar en agua o polvos mágicos en el aire frío, fuegos de artificio en la noche de invierno. La Princesa se pone levemente de perfil, cruzando las piernas, y con un gesto de señorial desprecio mira de soslayo a zapateros plebeyos que apenas reparan en ella mientras mueve la pierna, sensual, al ritmo lento, pausado, del arroz que se pasa. Esos zapatos! La Princesa atiende el día a día de palacio, peina sus trenzas con peines de plata, come manzanas con cuchillo y tenedor y toma pastillas que sólo la hacen dormir unas horas cada noche. Nada eterno, nada mágico, nada sublime ocurre en esos días salvo la maldición renovada cada mañana del paso del tiempo, de los propios días repetidos. Pasan los días y los príncipes, ay!, de románticos mozos Romeos digievolucionan en rancios y mezquinos Shylocks que quieren sus libras de carne fresca y pasan de requiebros bajo balcones. La Princesa sabe todo esto pero pasado un punto no va a cambiar, qué dirán!, y piensa que por el socarrat los gourmets matan y a ello fía su futuro.
El Príncipe, por su parte, se cree un flaneur pero es un gandul. La gráfica de sus singladuras por la ciudad podríamos hacerla pasar por la de una mosca en un water de gasolinera. Errática y bipolar, alterna instantes de arrebatado frenesí sin estímulos que los justifiquen con patéticas pausas de mesarse y aún arrancarse pelos y cabeza, negra, como el alma. Aunque quizá, sólo quizá, la mosca sufra con más fundamento. Lo cierto es que Campanilla ya no vive aquí, los polvos ya no son mágicos y los niños de la pandilla tienen más canas que el garfio que atiende la barra de ese tugurio con falsos recuerdos de piratas. El absurdo de la búsqueda de lo que sea que está buscando deviene cada tarde en una huída de todo lo que viene, que está viniendo como vienen los trenes en los pasos a nivel, siempre tarde pero con furia, luz, ruido y temblor. La furia de Cronos desatada, debidamente encarrilada, eso es lo que viene. Cada paso en una dirección es despreciar otros mil pasos posibles en otras mil direcciones cualesquiera y este milagro de subjuntivos pasa aún con los de baile, quién lo iba a decir. Hubo tanto y pudo haber habido tantísimo más que ahora sabe que el tiempo, que a veces, por un juego de luces y sombras, parece que pasa normal, en realidad pasa inexorablemente, por muy tópico kitsch que resulte. Todo va bien, dice, y sigue flaneando y desprecia mil pasos y espera en el andén que pase el próximo tren porque es, ya, lo único que sabe hacer.