Hay muchos mitos sobre las sirenas y la mayoría son falsos, como la mayoría de todas las cosas. De las sirenas nos contó Homero que, al pasar frente a ellas, con sus cantos y encantos trataron de seducir a Ulises y sus marineros. Esta anécdota siempre me evocó la imagen de un enjambre de putas de carretera haciendo gestos a camioneros en ruta y puedo decir que es falsa. También habló de las sirenas Cunqueiro, porque Cunqueiro habló de todo antes y muy bien, incluso de cosas de las que es imposible hablar bien, como el mago Merlín o la empanada de xoubas. No obstante, siempre hay un pero inmenso como un mar si hablamos de sirenas, nunca vio, habló o tuvo trato con una. A Cunqueiro, que era de tierra adentro, le contaban las cosas de sirenas marineros bebidos de las tabernas de Vigo o Burela, y si los borrachos exageran sus penas y alegrías para justificar el alcohol, los marineros son, por naturaleza, mentirosos los que tienen buen fondo y directamente falsarios los que salen retorcidos. Fiarse de semejantes testimonios es arriesgado y perpetúa la falsa idea de que cantan, se acercan a los hombres y los tientan, es de suponer que prometiendo sexo, y acaban ahogándolos ellas en el mar o ahogándose ellos en alcohol barato, lastrados por el peso de una pena de amor.
Las sirenas son huidizas y esquivas y te las encuentras siempre de pronto y por sorpresa, sin aviso previo, como tropezarías con el amor de tu vida si la vida fuera una película. No vienen a buscarte, ni te hacen señas de lejos, ni silban si te necesitan. Son como los Ovnis o la Virgen María, que no se los encuentran quienes los buscan sino vigilantes jurados de un polígono industrial o pastorcillos en un páramo. Siempre ha sido así, los tesoros los encuentran tipos atentos que no buscan nada. Si te gustan y vives en una costa donde un mar bravo rompa contra rocas oscuras tienes una posibilidad, basta con mantener los ojos bien abiertos y tener algo de suerte. Es sabido que es en Noruega, Escocia y Galicia donde más aparecen, aunque en ocasiones se dejan ver por Mayo y Donegal, lo que vienen siendo sitios con fiordos y alcohol. Sitios donde siguen pasando cosas así, entre mágicas y kitsch, donde la gente bebe con o sin moderación, eso al gusto de cada cual, y donde los nativos saben distinguir, en noches oscuras, el ruido de las olas que rompen del que hace el viento en los árboles. Si caminas por la costa en atardeceres de invierno y consigues que parezca que no buscas, es posible que tropieces con una. El chapoteo de una sirena es completamente distinto de cualquier otro sonido que haga el mar y esa es la señal. La reconocerás enseguida porque es larga y delgada y tiene la piel muy clara y un pelo muy largo que según le dé la luz es castaño claro o rojo oscuro. Son de trato difícil, escurridizas de piel y verbo, no contestan la mayor parte de las veces que les hablas y hacen como que no oyen las preguntas. Hablan nuestro idioma, entienden bien, disimulan mejor y cambian de tema con facilidad. No obstante hablando son confusas y si en un momento uno piensa que está conversando con un maestro budista de pronto cree tener delante a un profeta del viejo testamento. Quiérese decir que andan por las ramas igual de bien que nadan en el mar. Se distinguen por disimular las sonrisas y reír sus propios chistes, hasta que van cogiendo confianza. Tienen risa clara, voz profunda y gesto coqueto de delfín cuando están distendidas, lo que ocurre pocas veces. Son de labios finos y dientes pequeños y hablan siempre en voz baja, casi en susurros, y de lejos ven mal, especialmente en la oscuridad, a pesar de sus grandes ojos rasgados. La mayoría son de pecho breve, cintura estrecha y caderas escurridas y uno no acierta a ponerles edad, como a algunas mujeres especialmente bellas. Tampoco les interesan mucho las cosas de los hombres, que les parecemos dispersos y afanados en mil detalles banales. Viven en un océano profundo, un mundo en el que moverse arriba y abajo es en todo momento tan posible y sencillo como hacerlo adelante y atrás o izquierda y derecha, y están acostumbradas por eso a las vueltas y revueltas de los peces y no entienden las líneas rectas que nos gustan a los humanos. Resultan por eso egoístas y caprichosas y cambian planes, se saltan citas y niegan promesas con frecuencia y sin vergüenza. Quienes disfrutaron con ellas los placeres de la carne, o del pescado, afirman que son indóciles y ásperas en el antes y el después pero entregadas durante.
Las sirenas son muy independientes, tienden a solitarias y sólo la curiosidad les puede. Al ver mal en la distancia y en la oscuridad, como se dijo, los lugares ideales para satisfacerla son esas costas recortadas en las que el sol se hunde en el mar. Los últimos rayos iluminan la tierra y ellas aprovechan el contraluz que confunde al ojo humano. Las buscáis a lo lejos, que es a donde el mar se lleva las miradas y los barcos, cuando, si están, están cerca, en pozas de agua clara entre peñas verdinegras cubiertas de algas, mejillones y percebes. Allí chapotean, canturrean en susurros, se adornan de conchas y cristales de colores que las olas han redondeado y curiosean humanos.