Visité la semana pasada el Museo de Ciencias Naturales y lo primero que uno aprende es que las piedras tienen nombre y los bichos, y esto incluye a humanos y homínidos, nombre y apellido. También se advierte un enorme desprecio hacia las cosas que no tienen huesos. Las cosas sin huesos, los guisantes o los plátanos, por ejemplo, no salen en el museo que es un museo de huesos mayormente. Tienen esqueletos de todo tipo de pájaros, gatos y gacelas y peces pero no tienen pulpos, calamares o medusas. Tampoco tienen sardinas, mira tú. Yo las busqué un rato, peleándome con hordas de adolescentes haciéndose selfies poniendo caras a los que sus maestras intentaban conducir de sala en sala y aturaban con paciencia benedictina. Debían de estar hambrientos, por la hora que era y el nerviosismo que mostraban. Lo cierto es que esperé hasta que se fueron y con aplicación y calma remiré los anaqueles y expositores a la busca de la sardina que no apareció, lo cual me parece imperdonable. Para un pez que reconozco a simple vista resulta ser tan vulgar que no tiene lugar en el museo. También puede ser que, como cuando me envían al Mercadona a buscarlas en aceite, tanto producto en anaquel me confunde. Lo cierto es que los empleados de los museos tienen siempre cara de pocos amigos, como si cobrarán poco por el enorme esfuerzo que hacen o necesitarán ir al baño urgentemente y faltarán horas para el final de su turno. Si en el Mercadona uno pregunta le dicen, le llevan de la mano incluso. Aquí las sardinas, allí el atún. Son gente educada y servicial. En el museo, todos tan serios, no presta preguntar. También puede ser, por buscarles la disculpa a los museantes, que los unos están para que te lleves las cosas y los otros para que no te las lleves. Quizá con su rictus desincentivan el hurto, quizá ya alguien se llevó las sardinas y el pulpo y están moscas. Ví, eso sí, al pernis aviporus, uséase el abejero europeo, que es ave rapaz estival de áreas boscosas generalmente silenciosa, aunque emite un reclamo parecido a un fliiiu piiiu, claro y ligeramente melancólico, explican. Yo no sé muy bien cómo es un fliiiu piiiu melancólico, y menos uno que lo sea sólo ligeramente, pero para esto están los museos, para coleccionar las cosas extraordinarias de la naturaleza, siempre que tengan hueso. El abejero tiene huesos, por lo menos el europeo. Los minerales, como los llamábamos en el lejano tiempo de la infancia, sólo tiene un nombre, sin apellidos. Tienen, además, nombres ridículos. Allí vi una al lado de la otra a la Fluorita y la Apatita que, nomen, omen, tienen nombre de beatas de pueblo, de viudas camareras de la virgen y planchadoras de albas, amitos y estolas. Al lado el Olivino, cerrando el círculo conceptual, que tiene nombre de sacristán y campanero. Ir a los museos es entretenido y sólo algo más barato que ir al cine pero tiene la enorme ventaja de que se aprenden cosas la mar de educativas.
Pues yo, de pequeña, conocía a una chica que se llamaba Olivina. Y era bajita , y gorda, y tenía fama de tonta , pero muy millonetis, y siempre estaba organizando fiestas en su casa , así que todo el mundo la juntaba…
Viejecita, usted y jrG se pasan por mi blog más que yo. Gracias a los dos.
Yo que usted buscaría a la tal Olivina en Facebook, yo apostaría a que anda por ahí planchando albas. Y si era de pasta la única diferencia será que se las plancha a obispos.