Cada perro su garrapata, cada pescado su anisakis y cada casa su parásito. En la de mis padres era un matrimonio sin hijos, muy arreglado, muy de conversar y muy de presentarse a tomar una cerveza a la hora de comer o un café a la de cenar. Eran amenos porque parecían saber de todo y de todos. Él de coches, tabacos, bebidas, productos químicos, eléctricos y electrónicos y tenía un máster en posibles infidelidades conyugales. Ella de medicina, salud, moda, complementos, hoteles y su máster en mezquindades de los demás. Ambos eran egoístas, neuróticos hasta el extremo, malpensados, snobs y caprichosos. Visto esto deberían de resultarse recíprocamente insoportables, pero el caso es que estaban, de algún modo misterioso, en perfecta sintonía. Eran la doble hélice del ADN; complicada, repetitiva y retorcida, pero unida por tantos puntos que no hay quién la desmonte sin romperla.
A mi edad preadolescente me llamaba mucho la atención aquella vida que contaban, aquellos viajes, lujos, comidas; las compras que hacían y las que no hacían. Hasta que un día encontré un patrón extraño. Un detalle que se repetía una y otra vez salpicando aquellos relatos. Ni en sus viajes y cenas en solitario ni en los que hacían con mis padres habían comido nunca una buena merluza. La frase reiterada era “pero la merluza era congelada”. Aparte el hecho de que la merluza tenga o no la consideración de reina de los peces, era imposible estadísticamente que nunca, jamás, en ningún restaurante, hotel, casa o taberna, les hubieran puesto una merluza que no fuera congelada. Una merluza digna de ellos, una que no estuviera algo pasada, o demasiado cocida, o poco hecha o tuviera un desagradable regusto a conservante.
Como aquella anomalía me rondaba, un día pregunté a mis padres por el asunto de las merluzas y se miraron como si hubiera llegado el momento de contarme lo de los Reyes Magos. Finalmente, quitándole importancia, me dijeron que no hiciera caso, que ellos eran así. Que no contesten a tus preguntas normalmente hace que pongas más atención; al qué, se añade el por qué no. Al poco tiempo descubrí un par de detalles más, asuntos de libros y música, temas que empezaban a interesarme, en los que sus criterios de elevada excelencia eran verdaderas estupideces.
Y ellos siguieron dejándose caer a tomar el aperitivo a la hora de comer y luego de dos platos, postre y café a impartir criterio sobre las cosas buenas de la vida. Siguieron viniendo a cenar y a tomarse unos licores comentando cuál era la marca realmente buena, a rechazar puros por estar un poco secos, a explicarle a mi madre qué zapatos con qué bolsos y esclarecernos a todos sobre cuáles hoteles evitar en París, a toda costa. Y yo seguí leyendo y atendiendo conversaciones con otros individuos con opiniones menos tajantes sobre ésas y otras muchas cosas y las evidencias se iban acumulando. De relojes no tenían ni idea, de coches lo necesario para cambiar de marcha, de arte el criterio era el precio, de moda lo único bueno era lo que había comprado ella. Llegaron a resultarme tan insoportables y la actitud de mis padres tan inexplicable que un día los despedí a la puerta y nada más cerrar pregunté a mi madre ¿Son unos imbéciles, no?
Siempre tuve la sensación de que mi madre se pasó la vida esperando los sobresaltos que yo habría de darle. Así que con calma me miró y me pidió que no fuera tan duro con ellos, que tenían muchas cosas buenas. En aquel momento entendí dos cosas. Una es que la amistad es un pacto de lealtad en el que una parte muy importante es no expresar al otro toda nuestra opinión. La otra es que los imbéciles sin criterio intentan aparentar que lo tienen haciéndonos pasar a los demás por ignorantes poco refinados que se conforman con mediocridades, dedicándose, para eso, a denostarlo todo y a todos, constantemente. Éste tipo de idiotas sufren el, hasta ahora no descrito, “síndrome de la merluza congelada”. En Twitter les llaman jeiters.