Tengo dos membrillos al lado de una camelia. Son árboles anodinos casi todo el año, ni las hojas, ni las flores, ni los frutos mientras crecen tienen nada especial. Y menos si los comparamos con las hojas lustrosas y las flores, prietas como albaricoques, de la camelia que es también blanca. Aún así cuando maduran y el feo peludo y cetrino se convierte en ese terciopelo suave del color de los Post-it, lo que viene ocurriendo en septiembre, acaban resultando fascinantes. Es un árbol que trabaja humilde fabricando unos frutos que al cogerlos en la mano son pesados, sólidos, compactos, regulares y que se perfuman exactamente lo justo, que es poco, no como otras frutas pretenciosas. Digamos que siendo regla canónica que las mujeres han de oler a su perfume a la distancia exacta de un velador de café y los hombres al abrazarlos, los membrillos se perfuman muy masculinos; hay que acercarlos a la nariz y aspirar. A mi los membrillos me encantan pero reconozco que no siempre fue así. Es lo que llaman un gusto adquirido; de tanto mirar su falta de presunción he acabado admirándola.
Que bien los dibuja y pinta Antonio López y otros artistas más clásicos
El membrillo era aroma de armario de la abuela junto el olor a la cera del parquet…
Buena Morgan!
Membrillos y manzanas entre sábanas blancas.
Pues en mi casa, sigue oliendo a cera del suelo, que tenemos madera a la vasca. Ya, después de 40 años de cambiarnos a esta casa «nueva», el suelo encerado brilla de un brillo mucho más «en sombra» que si estuviera barnizado, y huele de cine. Mi trabajera me cuesta.
En cambio , como membrillos no tengo, pongo ramas de tomillo o de romero , en saquitos de gasa, entre las sábanas…
¿’Quilosá’? Es tan tremendo, pero real. 😉