Un niño puede sentarse en una playa al anochecer y sentir cómo la arena tan blanca mágicamente se va volviendo gris bajo sus pies mientras el sol se hunde en el horizonte causando ese rumor cadencioso de las pequeñas olas de ese mar tan bravo ahora en calma. Esas noches el aire huele a los sargazos ya algo secos que el mar en retirada dejó sobre la arena y las piedras negras tapizadas de algas verdes de un puerto pequeño escondido en los recortes de una costa también verde. Él no sabe que ése es el regusto que deja en la lengua el whisky que hacen marineros barbudos en una isla lejana y oscura después de quemar el paladar pero imagina que ese olor picante e intenso de algas secándose es el que dejan en los labios los besos de las sirenas pelirrojas que moviendo las colas son las verdaderas causantes de esas olas que acarician la arena. Lejos brilla un faro que en una cadencia que prefiere inexplicable aunque sepa ya de señales y velocidades angulares ilumina ese trocito de mar y mil cosas más que existen y que no existen como las ventanas abiertas del cuarto de una mujer hermosa o las velas negras de un bergantín de amotinados ahora armado de corsario. Los faros son cíclopes que despiertan para los soñadores en las noches calmadas de verano y girando y quizá bailando con ese ritmo inexplicable e imposible para la música parece que los buscan y los atienden y que en un momento mágico pararán como la rueda de la fortuna y su rayo iluminará su trocito de playa. Pero los niños bebedores de besos de sirena no saben que hay un instante en el que tras un zas de una ola en la arena se producen una pausa levísima y un suspiro que son el preludio de un instante de un infinito cansancio que precede a tres parpadeos lentos como tres vagones de un tren que arranca a los que siguen un silencio lleno de ecos metálicos de estación vacía y vía muerta. Los barbudos borrachos de olor a mar conocen lo caprichoso de los sueños y los faros y las olas y las sirenas y que como todas las cosas del mar son fríos y distantes y que ésa es la razón por la que desengañados destilan ese whisky caliente y picante que les llena el paladar mientras fuman pipas que iluminan el techo en cadencias a su gusto.