A las once y algo bajé a tomarme un cortado al bar de siempre, en parte por salir al frío y contar pingüinos y en parte porque cierra. Estas cosas las sabe uno porque lleva un mes con el cártel de SE TRASPASA y porque el lunes vienen al despacho la saliente y el entrante a firmar los papeles. La pasta que pagan por el chigre de 20 metros y reforma del siglo pasado, sumado lo contable y lo extracontable, como diría el contable que lo iba a contar todo, me parece una burrada. Se acerca un nuevo boom, o un crack o lo que sea. Las personas sensibles viven estos finales con una mezcla de nostalgia y esperanza, unos se van, otros llegan, el vivo al bollo y tal. Los autistas, alextímicos y apáticos no sentimos eso pero algunos acaban desarrollando la capacidad de imitar emociones convincentemente. Que la esperanza en el futuro consista en la posibilidad de un nuevo boom y el consiguiente crack no es para echar cohetes, pero menos da una piedra. En estas estaba cuando entró el cartero haciendo bromas a gritos, inconsciente de la despedida sobria y viril, sin palabras ni gestos, que se estaba produciendo en ese instante entre un servidor y el local y la parroquia asidua, mientras revolvía por última vez ese café que durante tanto tiempo me ha acompañado y que es tan parecido en sus efectos a la baba del Alien. Hay gente así, que interrumpe con el aplomo de un Churchill y la inoportunidad de las suegras. Gente expansiva y que toma decisiones arriesgadas, que impide meditaciones con acciones. Como no había nadie, me explica, dejó otra multa para mi padre y un paquete con libros a la portera de la casa vecina. Que como son libros que te vienen de no sé dónde, y te conozco, sé que prefieres tenerlos el fin de semana. Habla con vozarrón de tribuno y gestos amplios de musulmán vendiendo alfombras mientras señala con la mano su carrito amarillo, que se congela en la doble fila de la acera, al lado de las mesas de la terraza que estos días nadie limpia porque para qué. Entre el carrito y las mesas pasa sorteando Luisa, que trabaja en la oficina del primero, la hermana de Antonio, mi amigo de la infancia con el que iba de correrías en la Derby Diablo. Habla preocupada al móvil y camina mirando pero sin ver, con una urgencia ausente impropia de este frío polar. Los comerciales son así, pienso, y le doy las gracias al cartero por la atención y la diligencia y, esto sólo lo pienso, esa curiosidad amable de la vida de los otros, tan suya, y le invito a un café que rechaza. Estas cosas, tentar al destino ofreciendo excitantes a un hiperactivo, me salen de natural así que, si todo alrededor parece derrumbarse quizá sea por esta clase de detalles. Le acepto el ofrecimiento de uno de esos híbridos de cigarrillo y purito que él fuma, aunque sé que son algo más tóxicos que un insecticida. La dueña me regala, liquidación por cierre, una botella de un azumbre de un Rioja Reserva con buena pinta pero ya veremos y quedamos para el lunes y salgo animado al frío a recoger los libros de Gómez al portal que me han indicado. Es viernes y esto se acaba por un par de días, los libros vienen dedicados y se me ha ocurrido un plan urgente y apetecible de cuándo y con quién beberme el vino y todo ello me alegra el día. Mientras los hojeo y leo prometedores párrafos sueltos suena en el esmárfono el ruidito del guasap por el mensaje de un número desconocido. Siento darte malas noticias, se ha muerto Antonio, dice, y aunque conozco muchos Antonios de inmediato sé de cual se trata. De pronto todo es absurdo, con mis libros y mi garrafón y mi alegría, ahora tan improcedente, encima de la mesa de trabajar.