El Niño de la foto tiene orejas de soplillo y de implantación baja y todo el mundo sabe lo que eso significa; esa gente deambula por el mundo plenamente consciente de su propia importancia, seguridad que les presta el padecer un bajo cociente intelectual. Así, el niño, enfundado en sus pantalones cortos de cuadritos, cortos del corto de la selección en los tiempos de Rexach, y con la manitas en los bolsillos, mira a la cámara con una seguridad apabullante, un aplomo imposible para su edad. Los zapatos tan infantiles, tan de charol empañado de polvo de paseos y no juegos, tan merceditas para varoncito de clase media de provincias, le prestan un punto ridículo que adivinamos es cosa de madre amantísima, si bien con la anuencia y aprobación, con el orgullo incluso, de esa alma serena y sencilla que se le desborda por los ojos grandes y oscuros. Unas pestañas gruesas y regulares enmarcan esos ojazos de chivo expiatorio, de inocente desconocedor de su propia pureza. Se disparan como los rayos que le pinta a los soles, siempre arriba y a la derecha, que presiden sus dibujos de ayuntamientos o catedrales, todos con mástiles en los que ondean banderas españolas. El alma noble, sin vueltas, de ciudadano ejemplar, de hombre de orden, es algo con lo que uno nace o no nace, don de dios o maldición del demonio. Uno adivina que al niño la vida lo endurecerá sin cambiarlo, que de esa media sonrisa colorada como el hierro en la forja hará a golpes una media mueca de tristeza que nunca llegará a ser el rictus del descreído. Hay cosas y personas que, por fortuna o por desgracia, no tienen margen para el cambio, que no transigen con el mundo porque su alma no dobla, si acaso rompe. El niño de la foto, entretanto, usa pijama azul celeste con vivos azul marino al cual abrocha el botón del cuello y zapatillas de felpa de tartán, a la espera de hacer la primera comunión y vestir, a las eucaristías de domingos y fiestas de guardar, abrigo loden y reloj cadete waterproof de 18 jewels.