A Doña Soledad, quien siempre padeció del hígado, lo que viene siendo piedras en la vesícula, aquellos cólicos recurrentes le consumían la vida, la mantenían en un estado de nerviosismo que no aliviaban pócimas, dietas, responsos y novenas y que las romerías conseguían disminuir sólo durante el viaje de ida y vuelta. Algo mejor funcionaba lo de ir a tomar las aguas, la homeopatía de los abuelos, se conoce que por el benéfico efecto de la distracción. Más que el dolor, que también, la consumía la certeza de su proximidad, la seguridad de su vuelta, la sensación de recurrencia infinita en una suerte de intuido patrón matemático. Esas cosas, el infinito, el para siempre, el dolor, el sufrimiento sin causa, desde viejo vienen encomendadas a Dios Nuestro Señor y por algo será, digo yo. De Él vienen y para Él van, si es que a algún sitio van los sufrimientos que la feligresía entiende insensatos, es decir, esos a los que no encontramos sentido.