Los bebés sanotes, esos bebés gorditos con brazos y piernas que son pura redondez, me evocan siempre la imagen de un tubo de pasta de dientes. A nada que te descuides de las entrañas de unos y otros sale una increíble cantidad de producto, una interminable longaniza cremosa. La esfera y en menor medida el cilindro son el contenedor perfecto si atendemos a la relación superficie exterior y volumen contenido. Por eso cubicar esferas y barriles tiene su aquel que domina el buen cubero. Siempre hay más de lo que parece porque la superficie es poca y el ojo se deja llevar. Vamos, digo yo que será por eso. Aventuro también que los bebés este detalle lo desconocen, al igual que desconocen otras cosas también irrelevantes, pero de algún modo lo intuyen en una suerte de sabiduría genética transmitida de generación en generación. Lo de la pasta de dientes no, eso es cosa de ingenieros imitando a la naturaleza, solución, la del Colgate o El Torero, que replica la usada en extintores y bombonas de butano. Los bebés también son, en muchas ocasiones, bolitas rosadas e incluso anaranjadas y, mira tú, resultado de la decidida aunque subrepticia intervención del butanero, esa especie de capitán pirata en tierra, un amor en cada puerta. Puede establecerse una gradación en los tonos del rojo en orden decreciente o en disminución, a saber: extintor, butano, bebé rosicler. Eso excluye a los que, como yo, nacen ya color tierra de Siena y que, a nada que les da luz, se vuelven color marrón zapato. Esos, desconozco la razón, suelen tender a flacuchos, como si mal alimentados, y son más sencillos de cubicar. Eso no quiere decir que esos bebés, los torrefactos, no produzcan similares cantidades de heces, lo que antes llamamos producto. Lo que ocurre es que de un bebé feo uno se espera cualquier cosa, incluso que muerda, mientras que de uno rosadito, regordete, sonriente, deponiendo cantidades propias de un obrero siderúrgico de la cuenca del Rhin siempre provoca el pasmo del personal. Todo esto supone, siempre acabamos ahí, que la esfera, lo que viene siendo Pi, el número mágico de la redondez, es asunto que se nos escapa. Lo de los infinitos decimales en secuencia nunca repetida, que se sepa, no es cosa que se alcance con intuiciones o incluso con los prejuicios, mucho más fiables ellos, dónde va a parar.