Los arroases son delfines mulares, detalle que recuerdo durante unas horas cuando lo miro en Google y luego se me olvida. A mi me gustan porque me recuerdan a las sirenas, que se dan un aire a ellas así a lo lejos si eres miope. Comparten el gracejo al nadar y un espíritu juguetón entre ellos que se torna burlón si se acercan los humanos. Lo digo para que no vaya nadie a creerse que soy de esos que distinguen a simple vista los delfines mulares de los convencionales, los cátaros de los valdenses, los sioux de los apaches y los yanomamis de los guaraníes. Esos son carismas que te da Dios y a mi me dejó calvo. También dejó calvo a Padraigh O’Connor, un tipo taciturno con barba espesa del mismo color que el Tullamore que trasegaba de continuo, pero él tuvo la suerte de encontrarse una sirena en la playa. Paddy quedó soltero porque se corrió entre las mozas que los huevos le colgaban mucho, tanto como cuelgan los misterios gloriosos en un rosario, y el rabo se le retorcía como uno de los cuernos de Satán, cosa que se manifestaba rutilante cuando despertaba el pecador que todos llevamos dentro. Las mujeres, salvo esas que insisten y aún terquean hasta casarse con presidiarios condenados a muerte, vaya usted a saber por qué razón, huyen de ciertos hombres que nacen marcados. Quizá no sólo el tamaño importa, también la forma, lo que viene siendo la sustancia aristotélica y sus accidentes. Por todos es sabido, desde los famosos asesinatos de Inistioge, que el mejor momento de ocultarse o cometer un crimen en Irlanda es el domingo a la hora de la misa porque nadie cruza las calles, pasea por los caminos o trabaja en los campos. Así que esperó y mientras todos escuchaban el sermón del nuevo cura se la llevó a casa, le llamó Siobhan, le enseñó el inglés y algo de gaélico y le hizo el amor muy dulcemente. Pasado un año se acercó a la parroquia, contó al padre Cinneide su historia en confesión y pidió que los casara. El tipo era un jovenzuelo dublinés recién llegado, abstemio y de esos que andan en bicicleta por salud y no por necesidad así que no entendía, aún, cómo funcionan las cosas en los pueblos de mar. Que si el matrimonio es para los hombres y una sirena es un animal, que no tiene la menor importancia que os queráis porque nunca seréis una sola carne y finalmente que sólo si el Obispo lo ordena tras una dispensa del Papa de Roma. Paddy pensó que de ahí había que salir y, con la decisión prestada por dos vasos de whisky que había trasegado y el temor a perder a la bella y complaciente Siobahn le dijo: Son ustedes, los curas, unos cínicos; bien que su antecesor, el padre O’Byrne, cogió las dos mil libras que le di cuando la bautizó y le dio la comunión y ahora resulta que no me puedo casar con ella. El padre Cinneide, que en realidad es la forma antigua del apellido Kennedy, se lo pensó un instante y contestó: Eso es otra cosa, haber empezado por ahí, si está bautizada y es buena cristiana no debería haber problema. Así fue como, por un módico precio, un martes de mayo en Malin Beg se casaron Padraigh, el de los huevos gloriosos y Siobahn, la sirena. Tuvieron muchos niños que ven el fútbol en la tele, gritan, beben y se pelean como todos los buenos irlandeses, con lo que sabemos que las sirenas son carne y no pescado y no le hacen ascos a casarse con un calvo.