Amanece una niebla baja de medio pelo, una niebla molesta pero sin carisma, de esas que se alejan si te acercas. No es tan densa que dé juego y permita chulearte de su solidez aparente, de su eficacia ocultando el mundo y las cosas y de la viceversa de ocultarte a ti de los demás, pero sí lo bastante como para emborronar los alrededores, como una fotocopia mal hecha. La niebla densa, gruesa, varonil, tiene su encanto, su cosa y su aquél, su misterio incluso. Todo queda al otro lado del cristal esmerilado de la puerta de un detective de novela negra, o del baño de la casa de la abuela. Todo es Viena y todos son el tercer hombre, o pueden serlo y quizá lo sean. Una niebla decente, una niebla como debe ser, impone caminar despacio aguzando el oído, alerta la atención e impide ver el bosque, lo cual que tiene su punto de tropezar con algo y aventurar si es la santa compaña, un OVNI o la furgoneta de atestados de la Guardia Civil. Una niebla leve, de medio pelo, permite un andante ma non troppo, un desatento trote cochinero que ni fu ni fa. La niebla de esta mañana es el amor que no conmueve, el malestar que no te encama y la molestia que no es problema. Esta niebla no me dice nada, sólo que se acaba el verano.