Gerardo Noguerol, homeópata colegiado, flautista autodidacta y poeta sin musa disertaba todas las tardes para quien lo quisiera atender bajo el toldillo del bar El Trompeta. Atendía la barra Luis Ferreira, un tipo moreno, alto y enjuto de mirada salvaje y voz inadecuadamente atiplada. Tan extrañas o más eran sus manos, insólitamente grandes y pobladas por dedos de un grueso amenazador. Ciertas disonancias, no sabría yo decir por qué, resultan siniestras. Ferreira gastaba pinta de asesino a sueldo en año sabático o en un programa de protección de testigos. Las manos, claro, no ayudaban a transmitir serenidad o confianza. Noguerol componía con intensa afición pero sin aparente intención largos poemas a las cosas más variadas, con una querencia, eso sí, hacia lo inmaterial en general y lo espiritual en particular. Aquellos versos difusos y sin medida mantenían no obstante, según mi leal saber y entender, poca relación con la poesía. Declamados en alta voz sonaban a discurso parlamentarios del XIX o quizás amenazantes y severas admoniciones de predicador. El tema, difuso, y el verso, libre, conspiraban con la ausencia de genio de tal modo y manera que los extraños sólo advertían que la prédica era poética por las pausas y cesuras y los silencios calderones. Los propios, por contra, sabedores del asunto, teníamos descartada la locura y dábamos por supuesto lo poético por el dilatado trato y la publicación, ya lejana, de algún verso en el diario local. Ferreira, pese al nombre comercial del negocio que regentaba con poca fortuna ni tocaba la trompeta ni pagaba autónomos a la seguridad social. Ferreira, en la infancia monaguillo y en la juventud cabo primero, en ambos los dos casos por méritos de obediencia, se nos volvió cimarrón y objetor de instituciones y jerarquías, y eso nadie sabe bien por qué pasa. Estas cosas se llevan dentro, la poesía y el instinto asilvestrado, por lo que las cuales ambas quizá compartan profundos flujos y misteriosas oscilaciones, idea que me vino, mira tú, viendo moverse a los gatos. La escasa fluencia y copiosa síncopa de aquellos versos necesitarían un marcapasos literario, si tal cosa hubiere, y la querencia del autor por lo imponderable y nimio, por lo imperceptible y diluido, delataba posiblemente la vertiente profesional de homeópata, influencia de la cual debería huir. El caso es que ser uno mismo y huir de uno mismo es trabajo de una vida, siempre inacabado, nunca debidamente reconocido y jamás coronado por el éxito. Todo en esta vida son dilemas y de ellos, con suerte, no resultan más que bellísimas contradicciones. La más interesante era observar a Ferreira, solícito y servil, llevar en sus manos enormes un minúsculo café solo muy cargado para el poeta de versos diluídos, antítesis de lo homeopático.