Las cosas inanimadas son esencialmente perversas. Eso ya lo sabemos de siempre porque a todos se nos ha estropeado el coche, roto la mina del lápiz o parado el reloj y siempre en los momentos más inoportunos. En ese día y en ese instante del día en el que más daño puede hacer, más desbarata nuestros planes y más nos descompone, fallan. Lo hacen cuando no deberían, cuando más duele una traición. Eso es así de natural, hacen lo que quieren y cuando quieren, resistiéndose a obedecer, contrariando las leyes de la física que los considera y trata como neutrales. Los objetos, esto sí es cierto, carecen de sentimientos o emociones, lo cual no quiere decir que no tengan una mala leche proverbial. Yo tuve un profesor de matemáticas así, insensible, desapasionado, frío, cruel, malvado. Era un pistolero del oeste, un tipo que atacaba a traición sin mediar provocación, cuando menos te lo esperabas te miraba con unos ojos azules de oficial de las SS y señalaba la pizarra con un dedo fino y cerúleo. El tipo era una cosa inanimada a la que le importábamos poco tirando a nada y capaz de pasar de la más absoluta indiferencia a la más refinada crueldad exenta de animadversión. Las cosas se comportan así, como los profesores de matemáticas. Las cosas generalmente no colaboran. Si a tal natural predisposición de los ríos a desbordarse, la nieve caer en aludes, el fuego a extenderse y los volcanes a explotar añadimos la llamada obsolescencia programada, ese plus de maldad que el ser humano instila en los productos manufacturados, no podemos sino concluir que cualquier prevención es poca.