Cunqueiro, primero y único de su especie, escribía en un papel como era de esperar pero no con estilográfica, como cuenta la leyenda, sino con una olivetti portátil. A Cunqueiro, esto no todos lo saben, las historias le pedían y él les daba un tecleo a ritmo de panxoliña, alalá o muiñeira, eso ya según el tema y el tono. Tacatá tacatá taca taca tacatá. Hay tipos a los que las musas les poseen y escriben al dictado maravillas a caballo de dos mundos, el de la literatura y este nuestro, mas prosaico y en general deslucido. También hay otros que directamente se las inventan, a conveniencia y para el caso, con la facilidad y el desparpajo de quien vive, él mismo, entre esos dos mundos. Estos segundos, por raza y carácter, resultan indistinguibles de los mentirosos compulsivos, de los que inventan los timos y los mitos. Cunqueiro nunca estuvo aquí del todo y pasó casi toda su vida más bien allá, inventando musas que luego le susurraron a otros, y todos tuvimos la suerte de que no le dio por la estafa e hiciera por encauzar esa vena en un río de letras que se le desbordaba en cada recodo.
Hay un cuento de Cunqueiro que se ha perdido y es una pena porque es de los mejores, que son esos que escribía en primavera, mirando desde su ventana cómo los cerezos florecían y las nubes, preparándose para el estío, iban perdiendo el gris invernal y se volvían blancas y nuevas. Como las ropas que las lavanderas, en la ribera del Masma, en el lejano Mondoñedo, ponían a clareo hasta que el sol las hacía molestas a la vista. A Cunqueiro los domingos a la anochecida, a tiempo para que los linotipistas lo enviaran a la rotativa, un mandadero le recogía el artículo del lunes, que siempre era más poético y más lleno de mentiras que los de, pongamos, los miércoles. El fin de semana es tiempo de comer con fundamento y sobremesa, de recibir visitas de amigos, de releer poetas chinos y sagas nórdicas y eso, ya sabemos, pide un teclear optimista y sensual, dulcemente epicúreo. Los domingos por la tarde, esos que De Quincey malgastaba en sueños de opio, los ocupaba el mindoniense en relatarnos ensoñaciones de sirenas, caballeros enamorados, magos artúricos y princesas dulces y delicadas.
En ocasiones, pocas pero relevantes, el encargado de llevar las cuartillas en un sobre a la redacción desaparecía para nunca más volver. Los gallegos son muy de irse, de cambiar el aquí por un allí, unas veces por necesidad y otras por gusto. Anda corrida la teoría, nunca comprobada, de que esos mensajeros ausentes en reparto son los pobres desgraciados que, por una u otra razón, se atrevieron a abrir el sobre que se les había encomendado y, arrastrados por un irresistible influjo, se echaron a los caminos buscando quién sabe qué misterio o portento. Ese secreto no lo sabe nadie, que es cosa que ya para siempre quedó entre el autor y sus víctimas, si así se les puede llamar. Hay muchos que dudan de la veracidad de tal explicación pero yo por buena la tengo porque sé que hay puentes, sólidos y orgullosos, que si el viento les susurra las historias adecuadas y en el tono correcto, pierden el oremus y su alma gris de hormigón se ve embargada por el sobresalto y la agitación que adviene a quien, de improviso, descubre que confundió su vida. A quienes recuerdan de pronto que soñaban vivir en el camino y se dan cuenta de que han acabado siendo camino. Si esto pasa a los puentes no alcanzo a entender por qué nos parece tan raro que pueda sucederles a los hombres, por qué nos extraña que un domingo a la anochecida puedan sentir la necesidad de vivir esas historias, de dejar de ser mensajeros de pasmosas noticias y protagonizarlas.
Uno de esos cuentos perdidos narraba la historia del Caballero Edmundo de Claraval, sobrino de San Bernardo y poeta enamorado sin amada, lo que venía siendo la moda en sus tiempos, cosa que llamaban el amor de lonh o amor de loin. Quiérese decir que los jóvenes caían enamorados de damas nunca vistas y de las cuales sólo habían tenido noticias por oídas de algún poema cantado o por leídas en unos versos manuscritos. A Edmundo, mozo de dulce voz, tañedor de cítara y versificador de delicados sentimientos, una noche de campamento tras una larga jornada en un viaje de Burdeos a Montauban se le apareció en sueños una princesa de bellísimo rostro, ojos oscuros, misteriosos y soñolientos, que le susurraba en un idioma de dulcísimos sonidos que componían una extraña música. La vio caminar hacia él, etérea, como quien no toca el suelo, y pudo observar los extraños dijes y ornamentos y riquísimas sedas que la envolvían, como al más preciado de los presentes. Edmundo cayó, cómo no, irremediablemente enamorado en ese mismo instante y, en plena noche y bajo un membrillo cubierto de flores, cada una de ellas promesa de un fruto, dio de inmediato gracias a Dios Nuestro Señor por haberle proporcionado tan excelente dama de portentosa belleza y elevada cuna, jurando dedicar su vida a amarla incondicionalmente, cantar sus innúmeras virtudes y pregonarlas sin descanso ante cuantos quisieran oírle. Edmundo se echó al camino haciendo, jornada tras jornada, castillo tras castillo, partícipes a cuantos reyes, príncipes, delfines, caballeros y damas pueblan la faz de la tierra de ese su rendido amor.
Ese cuento, irremediablemente perdido, relataba con detalles cómo en un cruce de caminos entre Érmora y Vilouriz, que viene siendo donde hoy lindan los concellos de Toques, Palas de Rey y Melide, en la Serra do Careón, una raposa con el don de lenguas propició el encuentro de nuestro enamorado con la Princesa Li-Po, la menor de las nueve hijas del Emperador de la China, quien un atardecer de septiembre salió a pasear con su séquito y, sorprendida por la caída de la noche, se perdió en el camino de vuelta a palacio. Edmundo, al ver los ojos rasgados y el caminar a pasitos de Li-Po supo de inmediato que aquella era la princesa soñolienta y levemente levitante de su sueño premonitorio. Ambos, con ayuda de la raposa, el más inteligente de los animales y que se ofreció para oficiar de intérprete, se cantaron romanzas y poemas de sus lejanas tierras. Rendidos al amor al siguiente día, tras convertirse ella al cristianismo y serle borrado el pecado original con las aguas santas del bautismo, contrajeron matrimonio en la iglesia de Leboreiro. Los detalles de la historia, agrandados por el boca a boca, corrieron por la comarca y aún más allá e invitados por Cresconio, Obispo de Compostela, admirado por la conversión de tan principal persona llegada de tan lejanas tierras, hasta allí hicieron el Camino. A la entrada a la ciudad los esperaba la curia completa y el Obispo les ofreció aposento en su palacio porque a los recién casados les había precedido la noticia de la piadosa devoción de la Princesa China, quien paró a oír misa, comulgar y dejar generosa limosna en todos los templos que fueron encontrando. Por Santiago, para el banquete del casorio, se dejó caer el mismísimo Emperador de la China y le sirvieron empanada de lamprea, caldo de repollo, pulpo de O Carballiño, merluza del pincho y churrasco a voluntad. Todo ello lo regaron con vinos del Rosal y A Rúa. Cuentan que lo que más le gustó al Emperador de la China fue la morcilla dulce de arroz cosa que, si bien se mira, era de de esperar.
Yo todo esto lo sé porque mi hermano, hace ya unos años, sentado en el pretil del pontigo que hay en el mismísimo Leboreiro, escuchó la historia que una raposa vieja le contaba a una china joven que venía, eso dijo, desde el Lejano Oriente buscando noticias de su pariente la princesa Li-Po. Él pudo sentir el prodigio de cómo, según la raposa iba contando la historia, el puente temblaba, tal que si tuviera ganas de ponerse en marcha, quién sabe hacia dónde.